Arranca el mes que me traerá a Elena, y arranca mi licencia por maternidad, que en los papeles empezó el miércoles pasado, pero que en la realidad no se hizo efectiva sino hasta hoy, de tan tapada que estaba de trabajo. Y, mientras tanto, en este tiempo: 36 semanas cumplidas el viernes pasado, una panza gigante, una beba considerada con su mamá, que se mueve cada vez que me pregunto mentalmente "¿Cuánto hace que no se mueve?". Y una visita al consultorio de la obstetra que terminó en una cata de bombones que le acababan de regalar, porque sí, era la última paciente, y es todo tan relajado esta vez que ni la balanza ni el tensiómetro me arruinan momentos como esos, donde siento que soy una más, que todo está bien porque "es lo normal" (JA). Un curso de preparto abandonado en la mitad, del que aprendí lo justo y necesario (lo daba una señora de 82 años, el curso no era exactamente lo que estábamos buscando, aprendí a respirar y a pujar, pero me permití huir cuando me di cuenta de que no íbamos a salir nunca de ese loop infernal); una excursión con mi mamá al barrio de las telas para comprar las cortinas de mi chiquita; un escritorio pintado para convertirlo en cambiador, una habitación que me permito preparar con tiempo, que disfruto convirtiendo en la habitación de Elena, esperándola. Y siempre, en el fondo del paladar, esa sensación de magia, de bendición, de regalo infinito, de fortuna infinita, de arcoiris al final del camino, esa emoción que me embarga de saber que esto que estoy viviendo es un sueño hecho realidad, y que estoy lista para recibirlo.
Hola Elena, mi amor, te estamos esperando.