Creí que este año iba a ser más fácil, porque “ya sabía a
lo que me enfrentaba”. Además, está Elena, con su luz y alegría arrolladora,
expansiva, llenándonos de amor, y pensé que eso lo iba a hacer más llevadero.
Encima de vacaciones, coronando una semana de descanso en el campo… no podía ser
tan terrible, así, distraídos, con el sol, las chicharras, la pileta y las
salidas, el asombro de Elena frente a todo, cada hojita, el sonido del viento,
las piedritas de la entrada, los perros, las vacas en el fondo del horizonte…
Me equivoqué.
Fue un día horrible como sospecho será cada 28 de enero de
acá al último que me toque transitar. Un día para borrar del calendario, para
tachar hasta volverlo invisible, para arrancar la hojita correspondiente; un
día para no vivir, para dormirlo, hacer de cuenta que no existe. Pero no, hay que enfrentarlo.
Entonces las horas vienen unidas a los recuerdos y empiezan a desfilar ante mis
ojos como imágenes traslúcidas, que voy reviviendo paralelamente, desde que me
levanto hasta que me acuesto: la última mamadera a las 10 de la mañana; la
partida a la clínica al mediodía; el tiempo de espera infernal en la sala de
admisiones, revueltos por los nervios y el miedo que duele en el cuerpo, el
corazón galopándome sordo en el pecho; el esfuerzo descomunal de sonreírle todo
el tiempo para calmarla, como si fuera normal que le pongan esa cofia, como si
fuera normal el baño químico o tenerla en brazos del lado de afuera del área de
los quirófanos y vestirme como pitufo y llevarla en silla de ruedas
intentando jugar y hacerla reír, con el alma en vilo, con la angustia
rebalsándome del pecho, con el deseo de huir, de huir bien lejos, de agarrarla
y correr hasta donde no hayan malas noticias ni ventrículos únicos. Pero no, hay
que entrar, y entonces entro al quirófano refrigerado y la apoyo sobre el
colchoncito que tira aire, y todo en un segundo empieza a acelerarse: la
máscara de oxígeno, el gas que la duerme, verla llorar por última vez; no hay
tiempo para despedidas, pero no quiero irme, no todavía; el reloj los corre y
me expulsa. Me acompañan a la salida y apenas alcanzo a darle en su manito
izquierda el beso más profundo y amoroso que el vértigo quirúrgico me permite.
Salgo doblada y recorro los pasillos llorando muda y desesperada, siento el
abrazo del cirujano que me secunda y lo oigo decir algo así como “acá todos
somos papás y sabemos lo que estás pasando, vamos a hacer todo por ella,
quedate tranquila”; le creo desesperadamente mientras salgo de ahí y me abrazo
con IC, que me espera afuera, en el pasillo, desfigurado de miedo igual que yo.
Y después solo el horror. Las horas agónicas, la horrenda
espera, las malas noticias del cirujano, seguir esperando, esperar el milagro,
implorarle al universo que nos la deje, recorrer los pasillos
rezando/llorando/pidiendo/rogando/explotando por dentro, y más tarde correr por
el pasillo cuando nos dan la señal, verla pasar por última vez, darle el último
beso que le daríamos jamás y rogarle que aguante, que resista, que sea fuerte,
que mamá está ahí, esperándola. Y más espera, el café que se atraganta, los mensajes, las cadenas de
oración, la fe, la esperanza, Emilia la leona, la pulga que sopapea a todas las
pulgas, vas a poder, vas a salir, pero de pronto se escuchan las alarmas de la
terapia pediátrica y llegan más malas noticias, el paro cardíaco, el intento de
resucitación, el médico dando rodeos en ese pasillo angosto para no ser él
quien nos dijera que no, que no pudo ser, que Emilia se había puesto las alas
para irse volando de ahí, cambiándonos la vida para siempre, a las 23.05 del
día más triste de mi mundo.
Y dan las 23.05 acá, de este lado de mi vida, esté donde
esté, el año pasado en Córdoba, este año en Azul, y la angustia me comprime la
garganta por última vez en el día. Siento que se cierra el ciclo, por un año
más. Me prendo el único cigarrillo del año, igual que aquella vez, y lo fumo en
silencio, mientras busco alguna estrella particularmente brillante y la imagino
por ahí, circulando en el aire, acariciándome etérea. Mi hermosa Emilia, la de los ojos de mar. Mi dulce, amada, preciosa Emilia, que extraño tanto; intento sentirla por ahí, revoloteando en el canto del viento, en el arrullo de las hojas que se mecen...
Y finalmente entro, me lavo los dientes y las manos para sacarme
ese olor que ya no acostumbro a llevar y me acerco a la cama para admirar a Elena
que duerme. Elena, la tierna y dulce Elena, redonda, ajena, duerme en su mundo de leche y
felicidad. La abrazo lo más fuerte que puedo sin despertarla, y me preparo yo también para ir a dormir.
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Dos
años sin vos, amorcita de mamá |