Por suerte, la vida sigue y el optimismo se impone. Emilia me hace olvidar los problemas, los borra de un plumazo con sus sonrisas y con la cotidianidad que trae aparejada, porque está la gran felicidad de mirarla y pensar "es mía, por fin llegó, está acá" y sorprenderme y emocionarme, y también está el cansancio de esos días maratónicos en los que no duerme más de diez minutos por la tarde y yo me olvido de su corazón o de lo que me costó tenerla entre mis brazos y lloro de cansancio y frustración, harta de ese quejido constante como un run run cuando tiene sueño y no puede dormir, o cuando siento ese hormigueo entre los omóplatos de tanto tenerla en brazos. También tuve mi momento de angustia con el tema de la teta y la lactancia medio frustrada, un poco porque no tuve la leche que creía que iba a tener y otro poco porque, a consecuencia de lo primero, Emilia terminó prefiriendo la mamadera y llorando como si hubiera visto al mismísimo Judas frente a mi teta, con la que la perseguía insistentemente, como una desquiciada. Finalmente no hubo sacaleche que valga, la cantidad no paró de mermar; cumplidos los tres meses le puse punto final al tema y descorché un vinito tinto, cosa que extrañaba hacía casi un año.
En fin, nada, la vida misma, cosas simples, mínimas, que van llenando mis días.