miércoles, 31 de julio de 2013

Los cobayos

Los cobayos son dos machitos y se llaman Felipe y Harry. Harry por Houdini, ya que siempre está pergeñando el próximo plan de escape, aunque al final el primero en intentarlo (y lograrlo, por unos 40 minutos) fue Felipe, el negrito, tan tranquilito que parecía. Los trajimos a casa el sábado y nuestra relación fue evolucionando desde entonces: el primer día, casi no quisieron salir de su casita, pero el domingo logramos que comieran de nuestra mano, lo cual marcó un antes y un después en nuestro trato. La confianza se va ganando muy de a poquito, pero crece y crece. Felipe es asustadizo y glotón, es el más chiquitito y expresivo de los dos: hace unos ruiditos raros cuando lo acariciamos, como a burbujitas, y hoy aprendió a pedir comida con un WIIII WIIII WIIII muy agudo y -parece- característico. Harry, por el contrario, es blanco y desconfiado, silencioso e inquieto, pero se relaja totalmente cuando está entre mis manos. No hace ruiditos, pero cierra los ojos, lo cual para los cobayos es mucho decir.



Los muchachos

miércoles, 24 de julio de 2013

El almuerzo de después

Luego de la infructuosa búsqueda del cobayo se ve que me quedé calenchu en algún punto, porque después monté una escena porque IC me contestó mal. Vamos a ir por partes para que no quede la cosa como que yo al final hice la escenita que quería hacer dentro del local pero dentro del auto o en el restaurante. Sí, hice una escena, pero no fue solo para descargar la frustración del no-cobayo. El asunto es así: estábamos viendo dónde ir a almorzar; decidimos un lugar "x" que queda cerca de casa. Cuando estábamos llegando, alguien me llama al celular y me distraigo charlando, pero eso no obsta que vea, antes que IC, que el lugar hacia el que nos dirigíamos estaba cerrado, así que le hago una clara señal de "no" con la mano, para hacerle entender que hay que buscar plan B. Enfrente de ese lugar al que íbamos hay una parillita bien de barrio que sí estaba abierta; yo quería decirle a IC de ir, pero más apurada estaba por terminar esa conversación telefónica, así que cuando finalmente logré liberarme ya nos habíamos alejado como 4 cuadras y estábamos casi llegando a casa. IC me empieza a decir algo así como "Sino también podemos..." cuando yo, con mi ansiedad característica, lo interrumpo para decirle: "Pero la parrillita estaba abierta!", a lo cual me responde: "Ah, no, ya pasamos" (valga aclarar que estábamos en auto, no es que me estaba llevando a upa). Le pregunto (sarcástica, es cierto): "¿Y no se puede dar la vuelta a la manzana?", cosa que -asumo- mucho no le gustó. Quise también preguntarle qué era lo que me iba a decir cuando lo interrumpí, pero como respuesta me encontré con sucesivos: "No, dejá, nada, nada", que, por supuesto, me hicieron insistir cada vez más pesada, porque encima ahora me había dado curiosidad: capaz que su idea era mejor que la mía y me la estaba perdiendo. Ya para ese entonces me contestaba para la mierda. Yo lo conozco, después te dice: "Pero si yo te dije 'nada, nada'" y sí, claro, parece que fuera un santo, pero acá el tema no está tanto en el qué como en el cómo, en el acento, en la cara, en el rictus, en el volumen y demás detalles de la oralidad que son difíciles de pasar a pantalla. La cuestión es que en el medio había retomado y estábamos yendo a la parrillita. Le dije de no ir ya que no tenía sentido si íbamos a estar de mal humor. Siguió. Minimizó el asunto protestando que al final de cuentas qué tanto lío para ver dónde comer, que es comida nomás, etc. etc., pero todo esto dicho con la cara de quien anuncia el fracaso de la misión de paz de la ONU en Medio Oriente. O sea que sus palabras decían que estábamos discutiendo una nimiedad, pero su gestualidad demostraba que esa pavada lo había sacado de las casillas. En resumen: lo que tenía que ser un lindo paseo de domingo al mediodía terminó convirtiéndose en un embole, por obra y gracias de dificultades comunicativas entre dos seres que interpretan de manera muy parecida las cosas de fondo, pero muy opuesta las cosas de forma.
Finalmente terminé llorando lo más disimuladamente posible en ese restaurante de barrio al que no pienso volver.

martes, 23 de julio de 2013

Dos razones que explican un hecho

He aquí dos simples razones, frente a un acontecimiento, que explican porqué me casé con IC. Vengo hace rato con ganas de tener un cobayo, pero como desde que me mudé sola, hace casi diez años, nunca tuve una mascota, me daba algo de miedo. Todo esto hasta el sábado pasado, cuando fuimos a cenar a lo de unos amigos que, a falta de uno, tienen dos. C., la dueña de casa, tiene de estos animalitos como mascotas desde que era chiquita y no paró de contarme maravillas acerca de ellos durante toda la noche. Mientras estuvimos en esa casa, le di rienda suelta a la nena que fui y que en algún lugar mío todavía soy: cada dos bocados me levanté a tocar el cobayo; me servía un vaso de cerveza e iba a levantar el cobayo; para ir al baño daba una vuelta para pasar por donde estaba la casita de los cobayos; en fin, demostré estar enloquecida con esas mascotas, que cada vez que alguien abría la heladera chillaban de emoción (también había un perro, pero ese no me llamaba para nada la atención). De pronto, C. me dice: "¿Sabés que el otro día pasé por la veterinaria que está al lado del supermercado flufluflu y había una cobaya que había tenido cría? ¿Por qué no vas? ¡Capaz que todavía tienen!".
El domingo a las diez de la mañana abrí los ojos de golpe e inspeccioné qué clase de ruiditos hacía IC: ¿ruiditos de estar dormido o ruiditos de estar despierto? IC estaba a mitad de camino entre los dos estados, y yo influí para que se decidiera por la vigilia. Ya era hora de ir a comprar el cobayo, y realmente se me hacía muy difícil seguir esperando. Allá fuimos, con alegría desbordante, hasta que supe que el día anterior se habían llevado el último. "No te preocupes, recibimos todas las semanas, venite el finde que viene que ya va a haber". Había que esperar TODA UNA SEMANA. El reloj emocional se volvió 30 años atrás y, literalmente, quise hacer puchero y largarme a llorar. También me hubiera gustado zapatear y tirar al suelo todo lo que veía sobre el mostrador hasta que IC me agarrara de la mano y me llevara afuera, pero me contuve. Una vez en el estacionamiento, IC me preguntó suavemente: "¿Querés que recorramos veterinarias de guardia hasta que encontremos uno?". Fue tan maravillosamente catártico que alguien me ofreciera hacer la descabellada idea que tenía en mente, que automáticamente la descarté por absurda. Más tarde, una de las tantas veces que me lamenté con un suspiro tristonio durante el camino de vuelta, me agarró del hombro y me dijo: "No sabés cómo lo siento y cuánto te entiendo: para mí siempre fue terrible esperar cuando realmente quiero algo, es horrible".
No se podría haber manejado mejor la situación: el menor indicio de sorna o de minimización del asunto por parte de IC me hubiera sumido en un profundo mal humor; pero no, empatizó 100% conmigo y resulta que por cosas como esas es que me casé con él, porque a veces siento que solo él puede comprender la importancia que tiene para mí desear tan fervientemente tener un cobayo un domingo al mediodía.


PD: Igualmente una hora después yo estaba haciendo una escena que incluyó llanto en restaurante y un almuerzo entero sin hablarnos, pero eso es harina de otro costal y demuestra que IC tampoco es perfecto.

viernes, 19 de julio de 2013

El turbio encanto de Twitter

Tengo una cuenta de Twitter que uso solamente para seguir a otros (yo jamás tuiteo nada). Sí, es cierto: dicho así, suena bastante stalker, pero juro que no lo es; simplemente siento que no tengo la personalidad que se necesita para transmitir cosas con la capacidad de síntesis que requieren los 140 caracteres, lo cual no obsta, por supuesto, que me divierta mucho leyendo lo que los demás tienen para decir en tan breve espacio. En la mayoría de los casos -por lo menos entre las personas a las que sigo yo- las intervenciones suelen darse bajo el signo del humor: se trata más bien de chistes filosos acerca de temas dispares, por lo común relacionados con la noticia del día, sea esto lo que sea; es decir, si hubo una muerte, los chistes más ácidos al respecto van a estar ahí. Por momentos uno siente que realmente los tuiteros no tienen límites, que no respetan nada ni el sufrimiento de nadie... El pajarito azul suele ponerse bastante cruel en ocasiones, pero las más de las veces uno llora de risa interna con esa potenciación catártica y colectiva que se genera frente a cosas que, en verdad, no son graciosas.
De los tuiteros, más allá de la actitud infantil de sentirse impunes tras la máscara del avatar (son pocos los que tuitean tan jodido con su nombre y apellido), una de las cosas que más me llama la atención es la pose constante a la que se aferran. No vamos a decir "todos" porque las generalizaciones son absurdas, y más en un medio tan heterogéneo como ese, pero por lo menos los miembros de cierto grupo imaginario hacen de sí mismos un personaje ácido, sagaz, "inteligente", inconformista, soberbio y sobrevalorado, que se siente en coma moral si hace/ve/piensa o dice lo que haría/vería/pensaría o diría una persona común y corriente, que no se destaca en el mundo virtual que encarna Twitter. Por poner un ejemplo: la otra vez alguien a quien sigo -una muy famosa guionista de series exitosas, que tampoco vamos a decir que son la versión televisada de las tragedias griegas...- se quejaba, con total desprecio, de que alguien se había referido a ella como una persona "macanuda". Textualmente: "Me dijeron 'macanuda'. Me quiero morir". Acto seguido: "Soy cualquier cosa menos 'macanuda'. Que asco". Probablemente sea una persona "macanuda" en la vida cotidiana, y probablemente hasta le guste serlo, pero vaya uno a saber por qué se siente en la obligación de sostener el personaje de la mala malísima, arrogante y superior, que mira desde un pedestal a la pobre y pedestre Doña Rosa (que consume las series que ella escribe), que la considera una persona "macanuda".
Preguntarme por qué la gente prefiere hacer del mundo un lugar hostil teniendo la posibilidad de hacer de él un lugar amable y armónico es más o menos lo mismo que preguntar por el origen de la conducta humana: inútil e inabarcable. Supongo que es gente que tiene cierto bloqueo emocional que los limita afectivamente y que los conduce a tener conductas de evitación frente a la apertura de los otros (por delinear una hipótesis cualquiera); pero creo que la pregunta más justa sería: ¿por qué esa clase de gente tiene un montón de seguidores? Sin ir más lejos, gente como yo.


miércoles, 17 de julio de 2013

Unleashed

La primera vez que vi escrita esa palabra fue en un contexto (para mí) tan chocante, que se me grabó a fuego: una de mis primas, que vive en Australia desde hace unos 10 años, cuando su mamá se volvió a la Argentina después de una estadía de un mes en su casa, comentó en Facebook, simple y lacónicamente: "Unleashed", lo cual a mí me hizo pensar, automáticamente, en un perro al que le sueltan la correa. Fue una imagen tan fuerte e iluminadora que de pronto comprendí porqué mi prima había elegido como lugar de residencia una tierra que queda exactamente en las antípodas de la nuestra, o por lo menos vislumbré parte de la cosa.
Hoy me sorprendí a mí misma acudiendo mentalmente a esa palabrita para definir cómo me siento en estos días en los que mi jefa anda en algún lugar de paradero desconocido y casi nula señal de celular (gracias, Movistar, por prestar un servicio TAN deficiente), tomándose unos días de vacaciones en familia. No voy a cuestionar la legitimidad del hecho de que sea la única de la oficina que tiene el beneficio de las vacaciones de invierno, porque sería entrar a cuestionar un orden social que de lógico tiene casi nada y de indignante un montón. Prefiero centrarme en el hecho de que para mí, en cierta forma, también son vacaciones. Hago las aclaraciones del caso: trabajo exactamente igual que cuando ella está en volumen, responsabilidad y tiempo, pero lo hago sin sentirme vigilada, y ese simple hecho marca una enorme diferencia en la sensación que me invade ni bien abro los ojos, dos segundos después de apagar el despertador. Es decir que no me molesta tanto como creía trabajar en relación de dependencia, sino hacerlo bajo ciertas condiciones de vigilancia y tensión que no me convierten ni en más productiva ni en mejor trabajadora, pero sí en un ser un poco más infeliz.
Qué horror.

martes, 16 de julio de 2013

Las cosas nuevas

El amor por lo imprevisto es un efecto colateral que arrastro de mi niñez: una infancia signada por el movimiento y el cambio frecuente, dos estados que añoro con frecuencia en estos tiempos más convencionales que me procuré (a conciencia) para la adultez.
Paralelamente al hecho de haberme criado en un contexto flexible, mis padres me enseñaron con el ejemplo a emprender cuanta cosa se me ocurriera desconociendo los límites imaginarios que rigen la vida de "los grandes", tan dados a reducir su vida a lo mucho o poco conocido por el temor al ridículo que los gobierna, o por esa sensación de que "ya pasó el momento", como si la vida viniera compartimentada de antemano y hubiera edades para todo, como suele decir el dicho con algo de verdad y mucho de error.
Así es como me embarco en proyectos tan disímiles entre sí: porque no siento la obligación de hacer cosas que me lleven a ningún lado, o más bien porque la lógica que motiva las cosas que hago no se basa en el cálculo planificado de la inversión a largo plazo, sino en el entusiasmo mucho más efímero de lo imprevisto, que puede prolongarse en el tiempo y convertirse en un gran amor o puede morir en la cuarta clase.
Así es como aprendí a coser a máquina (mal), hice un año de alemán, talleres de caligrafía, de fotografía, de telar, de encuadernación, aprendí crochet, hice cursos de corrección, de edición, de cine y video, de photoshop, de illustrator, de reiki, quise montar una editorial, armar una pyme de cuadernos hechos a mano, irme al bolsón a hacer dulce, armar libros de fotografías para vender free-lance, largo etcétera, y ahora me embarco en un nuevo proyecto que todavía no es más que una fecha, un horario y una dirección, y que ya solo con esas tres cosas me acelera el corazón.
La vida, sin novedad, para mí no es vida.

lunes, 15 de julio de 2013

Hacer pan

Últimamente los fines de semana se me dio por hacer pan. Hay algo que me fascina en eso de ver fermentar la levadura, el contacto pegajoso con la masa, la energía que se pone en el amasado, el ver crecer el bollo hasta duplicar su tamaño y, más tarde, la satisfacción de comer el resultado de todo ese proceso. Me resulta mágico.
Una vez leí fragmentos de un texto de Hanna Arendt en el que distinguía tres esferas en la condición humana: la esfera de la labor, la del trabajo y la de la acción. La labor sería aquello que estamos compelidos a hacer en tanto especie humana a fin de garantizar nuestra supervivencia y está compuesta por actividades condenadas a perpetua erosión: el alimentarse, trabajar la tierra, cosechar, hacer pan, etc., actividades cuyo ciclo termina en su propia destrucción. El trabajo vendría a estar en un escalón "superior", es una dimensión en la que el hombre ya se despega de su necesidad más básicas y se convierte en homo faber, es decir, ya fabrica cosas que no forman parte del sustrato básico imprescindible, pero que, sin embargo, implica actividades que siguen sometidas al plano de la necesidad, como, por ejemplo, fabricar utensilios, herramientas, mobiliarios, etc. Se avanza un casillero en el sentido que las cosas ya no se reducen a un ciclo a corto plazo que implique ser consumido en forma destructiva. En cambio la acción vendría a ser la esfera propiamente humana, nuestra especificidad como especie, aquella dimensión donde tiene eje la libertad, ya que es lo que permite al hombre comprender el sentido de lo que hace. Es decir que entiende la acción como productora de sentido. Bueno, todo este rodeo para decir que yo me quedé fascinada por la descripción que hacía de la labor, por la imagen del hombre trabajando la tierra para obtener el trigo con el que haría el pan que más tarde comería, sin mayores posibilidades de almacenaje, y que estaría condenado a perecer en esa ingesta y dar así lugar a un nuevo ciclo. Me imagino que en realidad la acción debería ser la estrella del texto, pero yo me quedé chocha con eso del pan y el proceso simple y complejo que lo rodea. Podría decirse que divagué un poco, lo cierto es que ese texto me quedó en la memoria como un texto que me condujo por caminos insospechados y que en su momento despertó en mí un montón de fantasías como que quería irme al Bolsón a hacer dulce (cosa que creí fervientemente durante algunos años más, pero que finalmente después, cuando realmente pude hacerlo, no hice).
A modo de compensación, entretenimiento y gozo variopinto hago pan, y quedo encantada con el proceso.

viernes, 12 de julio de 2013

El caracol

El otro día me acordé de que la primera mascota que tuve, a eso de los seis años, fue una caracol que agarré alguna tarde jugando en el jardín de abajo del edificio en el que vivíamos en aquel entonces. Bastante triste como mascota, pero en esa época nos mudábamos con frecuencia y no podíamos afrontar, ni material ni éticamente, la responsabilidad de tener alguno de los animales que componen el marco referencial para "mascota común", así que me conformaba con mi caracol, cuyo nombre -si lo tuvo- no recuerdo. Lo guardaba en una caja de zapatos y le daba lechuga; no sé por qué creía que a un caracol, al igual que a una tortuga, debía gustarle la lechuga. Se ve que no, porque la lechuga se iba poniendo mustia por el calor sin que el bicho la toque, mientras que, por el contrario, lo que iba desapareciendo era el borde de papel pegado sobre la caja, que el caracol iba comiendo de a bocaditos, como si fuera un copetín, con el correr de los días. La caja la guardaba en el balcón, y era lindo levantarme e ir a verlo, todavía descalza y en camisón. Es cierto que no era muy interactivo como mascota: más que arrastrarse babosamente por el dedo que le ofreciera no hacía, pero igualmente venía a llenar esa necesidad de cuidar a otro ser vivo que me había agarrado, y también me permitía observar la vida bajo otra forma, cosa que me llenaba de curiosidad. Un día, el caracol se fue, y a mí, automáticamente, me invadió una mezcla bastante equilibrada de sorpresa y tristeza: no entendía por qué querría irse de mi cajita de cartón, donde tenía el tarrito con agua y las hojas de lechuga. ¿Para qué querría irse? ¿Dónde querría irse? Y, sobre todo, ¿cómo se había ido?, ¿por dónde?, como si un caracol no pudiera irse tranquilamente deslizándose por cualquier pared, hacia arriba o hacia abajo, a sus anchas, dejando una estelita brillante a su paso y algún que otro popó. Las nociones de libertad, hábitat, naturaleza, alimento, colonia de pertenencia, apareamiento, etc. todavía no hacían sentido para mí, así que todos estos interrogantes permanecieron durante un buen tiempo en el plano de los misterios, junto a un montón de otras cosas, algunas de las cuales todavía residen ahí y no van salir.
El punto es que no se me instruyó desde pequeña en el arte de crear lazos afectivos, de responsabilidad y cuidado con otros seres vivos, y tengo la loca teoría de que eso puede tener algo que ver con el grado de aprensión que tengo hoy en día con ciertos compromisos y responsabilidades afectivos, entre los cuales estuvo durante muchos años el gran tema de la maternidad. Sí, claramente hay un gran salto entre el temita de la mascota y el posponer la procreación, pero tengo la intuición de que hay algo en la seriedad y gravedad con la que se tomaba la decisión en mi casa de tener algún ser vivo nuevo (no me refiero solo a animales) que me caló hondo, y que todo eso arrancó ahí, con mi deseo parcialmente satisfecho de tener un ser mío para cuidar, encarnado en un caracol que, para colmo, se escapó.

jueves, 11 de julio de 2013

No funcionaron

Los sticks finalmente no funcionaron. O no funciono yo, ni idea. La cosa es que dieron negativo uno tras otro, así que o no marcan lo que tienen que marcar o yo no produzco lo que los palitos marcan. Igualmente tiendo a pensar más lo primero que lo segundo, pero igualmente, no importa: abandoné todos mis métodos caseros de control freak en los que estaba embarcada. Adiós medida de la temperatura, palitos y todo lo que sea que esté dado a controlar, me desprendo de ustedes y vuelvo a una vida menos rutinizada en cuanto a sexo y cálculos probabilísticos se refiere. En lugar de eso, la medicalización del cuerpo, lo cual tiene sus aristas positivas. Lo negativo vendría a ser que paso a convertirme en un cuerpo-objeto atravesado por la ciencia y por el aparataje médico, y que en toda esta vorágine sanitaria voy a quedar reducida a un mero cuerpo estudiado, investigado, contado, pinchado, pesado, sopesado *largo etcétera*, que conlleva importante invasión e intromisión, así como también que mi agenda del tiempo libre va a quedar subsumida al tema, con todos los turnos, fechas y resultados que implica. Lo positivo es que puedo colocar toda esa actividad científica frenética en el exterior de mi organismo y yo dedicarme a vivir en paz.
No es mal negocio, tampoco.
IC también está sacando sus correspondientes turnos, lo cual me tranquiliza sobremanera: trascender su natural tendencia a la negación es toda una cosa.
Gaya ciencia, you rule!

martes, 2 de julio de 2013

No saber su nombre

Tenía el pelo entrecano, largo por los hombros, prolijamente peinado con una vincha que le despejaba el rostro cubierto de arrugas; sus ojos azules se posaron sobre los míos: "¿Me podés cruzar?", preguntó muy seria, un poco avergonzada, supongo. "Sí, ¡claro!", fue la respuesta que no se hizo esperar. No solo la ayudé a cruzar esa calle que la atemorizaba por no tener semáforo, sino que la acompañé un poco más y cruzamos la avenida. "Tengo ataques de pánico -me confesó enseguida-, estoy medicada". Imposible no entablar una mini-conversación con esa anciana adorable que se atrevía a salir por primera vez justo ese día: tenía turno con el dentista y no puede permitirse tomar taxi para todos lados. "Además hace bien caminar", acoto yo, y ella repite pensativa: "Sí, hace bien caminar". Es muy independiente y no quiere quedarse encerrada; además sabe que hay gente peor que ella que directamente no puede salir a la calle. "Claro que hay gente peor, es muy feo tener pánico pero es cuestión de paciencia, ya se le va a pasar, y cuanto más garra le ponga a la salida cotidiana, con ese carácter admirable, con esa voluntad, seguro que va a lograrlo, tiene que tener paciencia". Me despide con un beso fuerte en la mejilla, un beso lleno de gratitud y una mirada pícara en los labios que termina danzándole en los ojos.
No haberle preguntado su nombre es un detalle que me atormenta.