viernes, 31 de mayo de 2013

No entenderse

A veces siento que los hombres viven pegados a la dimensión literal de las palabras y que les cuesta seriamente interpretar más allá de ese nivel. Está claro que lo que estoy diciendo es una tremenda gilada, visto y considerando que, entre otros, cientos de eximios psicólogos, psiquiatras y filósofos están ahí, haciendo cola para desmentirme. Sin embargo, hay algunas oportunidades -pocas, por suerte- en las que siento que con IC hablamos un lenguaje que de identitario tiene solo la apariencia, ya que los muchos significantes que tiramos al aire en esas ocasiones parecieran estar abrojados a significados completamente diferentes, como si cuando yo dijera "mesa" el pensara en un prado cuando yo quiero remitir a una teja, jirones de conversaciones que van por canales diferentes, él tratando de entenderme tanto y yo poniéndome cada vez más y más críptica. Me cuesta mucho hablar de las cosas que se relacionan con mis miedos más profundos y me causa mucha frustración que IC no entienda exactamente lo que quiero decir. Supongo que será porque en otros planos nuestra conexión es siempre tan perfecta que me irrita  no saberla completa y total.
Él trata de consolarme porque piensa que lloro por dolor; yo lloro no solo por dolor, también lo hago por felicidad y emoción, por miedo, por tantas cosas, pero lloro sobre todo cuando me cuesta abrirme y contar algo profundo y mío; y no necesito que me consuele, necesito que me dé espacio para poder hablar, que me dé el tiempo que me lleva ese llanto de desahogo, de liberación nerviosa, para poder hilvanar palabras más cuerdas, más comprensibles, más abiertas hacia él. En cambio su consuelo me apura, me abruma, me desconcentra, me lleva por caminos- ramas cuando yo quiero hablar de troncos, de raíces, meterme en la tierra de esas cosas que me pasan y contárselas a él, mi único ser en el mundo para compartirlas, mi espejo de reflejo distorsionado que, esas veces, la impotencia me da ganas de romper.

jueves, 30 de mayo de 2013

Objetivo: mantener la calma

En aquella oportunidad me prometí a mí misma que iba a tratar de bajar un cambio; repetí a viva voz que no podía permitirme semejante estrés frente a cada nuevo período; sostuve, muy superada, que "calavera no chilla" y blablah. La cuestión es que acá estoy, acercándome nomás a la puerta de la fase crítica de este mes y ya la ansiedad me empieza a hacer cosquillas allá abajo, en las inmediaciones del ombligo. 
Qué tortura esto. Mi optimismo es tenaz, asombroso y, de alguna extraña manera, independiente de mi cerebro, que intenta apagarlo tirándole encima baldes de evidencias y razonamientos. Pero parece que los razonamientos no sirven para apagar optimismos: la esperanza se apaga con hechos, y para eso todavía faltan unos días. 
En el medio, tengo que tratar de distraerme, de recordar que no es bueno para mí alimentar falsas expectativas, debo concentrarme en sobrellevar una espera cauta. ¡Ni siquiera tendría que esperar nada! Tendría que dejarme sorprender por el período, ya sea por acción u omisión. Tendría que atravesar los días con la cabeza puesta en otra cosa, actuándome este desinterés forzado e irreal que todos me recomiendan. 
No sé la verdad cómo hace la gente que está buscando un embarazo hace tanto tiempo como yo para mantenerse relajada. Yo creo que es absurdo, inhumano exigirme que no esté pendiente de si me viene o no. Lo que sí creo que me puedo pedir es una tregua, hacer un pacto entre mi emoción y mi razón: no exigirme abandonar la expectativa pero sí evitar los pensamientos circulares y obsesivos, esos que sí puedo manejar y que de alguna manera elijo reforzar o abandonar. 

miércoles, 29 de mayo de 2013

La disrupción de los jefes

Basta que esté concentrada haciendo algo para que mi jefa disque mi interno y me llame para algo; parece que tuviera un sexto sentido orientado 50 metros al este, directo a mi oficina. Ese "algo", por supuesto, suele ser completamente intrascendente, por lo menos desde mi punto de vista. Es increíble la distancia que separa nuestras mutuas perspectivas respecto [de todo, pero fundamentalmente] de las categorías de "lo urgente", "lo importante", "lo ni fu ni fa" y "lo intrascendente": la regla es que no compartimos criterio en nada, salvo cuando ya estamos sumergidas en alguna crisis y no ver lo urgente sería de miope. 
Mis compañeros y yo compartimos una visión más o menos parecida de la empresa en la que trabajamos, de su potencialidad, de los errores en su gestión, de la mala dirigencia, de la falta de un buen manejo de los recursos humanos, etc., y no logramos comprender cómo puede ser posible que lo tremendamente evidente para nosotros resulte completamente invisible para ellos*. Es un misterio. Qué lente distorsiona las cosas cuando uno es el beneficiario directo del negocio que comanda es un gran signo de interrogación para mí.



*Por "ellos" me refiero a "la gerencia", léase el dueño y su hija, la apoderada.

martes, 28 de mayo de 2013

La lluvia

Llueve con una fuerza tremenda en Buenos Aires, como si desde arriba estuvieran decididos a terminar con la mugre de las veredas y el otoño acumulado en pilas de hojas amarillas en los cordones. Llueve y los medios de comunicación empiezan a alertar, exultantes, tremendistas, a la población, que todavía intenta sacudirse el miedo de la última inundación y sus casi 60 muertos. Llueve, y todos nos sentimos un poco vulnerables, algo desamparados, primitivamente inquietos, como si se nos activara el gen básico de la supervivencia y nos dijera que esto que está pasando es muy lindo para ver, pero que te descuidás y puede ser la tragedia misma; el cliché idílico de la lluvia detrás de un ventanal transmutado en un periquete en el horror del agua que todo lo arrastra, que todo lo tapa. La desoladora pérdida, que toma tantos rostros como personas afecta, haciendo de cuco en la memoria de Buenos Aires, y uno acá, esperando que pase. 

lunes, 27 de mayo de 2013

La familia ajena

El viernes a la noche nos fuimos a San Fernando para festejar el cumple de mi amiga CA, hermana menor de mi aún más íntima amiga CE, testigo de mi casamiento, hijas ambas de L, quien me cosió mi vestido de novia. 
CA y su familia son como los Campanelli: un batallón de gente divertida y dramática en partes iguales, con parientes cercanos con los cuales se amigan y se pelean alternativamente y que, por esa misma razón, suelen estar presentes en algunos cumpleaños y en otros no pero que, cuando están, habitualmente hacen que se llore de risa. 
Uno de los primos de estas amigas está casado con una chica alemana que, indefectiblemente, en cada encuentro se sienta en un rincón y se dedica a mirar la escena, atónita, con la misma curiosidad e incredulidad de la primera vez, entre divertida y alarmada, siempre muda (tan es así que no le conozco el timbre de voz). Dicen que entiende perfectamente el español, pero dudo que capte la clave de esta comunicación acalorada, de este intercambio tan nuestro, desordenado y pantagruélico, que rige la dinámica de todas las reuniones. Por el contrario, creo que es justamente ese destello de incomprensión lo que ilumina su mirada pícara, que sigue cada conversación con febril interés. 
Entre anécdotas teatralizadas, risas y aplausos, cenamos un guiso de lentejas que al decir de los presentes estaba muy rico pero que a mí, en virtud de la dieta magra con la que me torturo de lunes a viernes, me resultó exquisito. Cantamos el feliz cumpleaños, brindamos, comimos torta, y mientras disfrutábamos del desorden generalizado, de los relatos superpuestos, de las mímicas y demás expresiones de alegría de esta gente tan desenvuelta, todos amontonados en el sencillo living de mi amiga, el trasnochado de siempre incomprensiblemente dormido en un sillón, en medio de la algarabía generalizada; algún otro haciéndole mimos en la panza a Rosa, la gatita cachorra de la casa; todos acalorados un poco por el vino tinto, otro poco por la estufa ardiendo en un rincón, pero más que nada por las risas y el disfrute, me puse a pensar qué lindo todo esto, tan nuestro, tan familiar, tan argentino, pero también y fundamentalmente qué lindo ser adoptada así y sentirme parte de una familia extra, ajena pero, al mismo tiempo, tan mía.

El robo

Hace un par de semanas entraron a robar a la casa del tío de IC, un señor mayor que vive en una calle muy céntrica de un barrio muy céntrico en CABA. Sábado, 7 y 30 de la tarde, un mundo de gente. A 20 metros, un policía custodiando el restaurante de la esquina. Parece que hicieron una copia de la llave; cómo es un misterio, ya que no faltó nunca ninguna, ni estuvo trabajando nadie en la casa últimamente, lo cual despertó en el matrimonio de ancianos una serie de ideas paranoicas respecto de la copia con parafina de la que hablaban en el noticiero y blablah. Cuestión que entraron cuando la señora estaba en la planta baja, mirando televisión, y el señor en la planta alta, vaya a saber uno haciendo qué. Ella se llevó la peor parte, pobre: la maniataron, le pusieron cinta en la boca para que no grite, pero como le hacían preguntas que ella no podía contestar por tener la boca, justamente, encintada, se la cortaban con un cuchillo que, a su criterio, le pasaba demasiado cerca del ojo, y luego vuelta a empezar: cinta en la boca, pregunta, corte de cinta. Miedo, miedo, miedo, durante la hora y media que estuvieron adentro, revolviendo cada placard, cada cajón de esa amplia casa de dos plantes, venida tan a menos que no se entiende quién pudo pensar que ahí adentro realmente había plata. Algo se llevaron, pero seguramente menos de lo que imaginaron que iban a obtener, porque según contó la policía después siguieron robando comercios del barrio con los cuchillos que se llevaron de la casa del pobre tío de IC, que en un principio pensó que se trataba de una broma del sobrino: "¡Pero no, tío! ¿¿Cómo se te va a ocurrir que te voy a hacer semejante 'broma'??", "Y bueno, no sé, es lo primero que se me vino a la cabeza".
Inmenso desamparo al ver la figura de esos dos viejos preocupados, asustados, intranquilos, encorvados  por el peso de los años y ahora por una nueva preocupación que se suma al cúmulo que ya tienen.
En ocasiones, realmente la vida se pone muy injusta con nuestros mayores.

viernes, 24 de mayo de 2013

Alianzas sí, alianzas no

Tengo argumentos a favor y en contra para el hecho de usar alianzas al casarse. Evidentemente la pulseada la vienen ganando los argumentos en contra, ya que con IC nos casamos hace ya unos cuantos meses y todavía ni rastros de anillos. El motivo en contra más obvio de todos es que me molesta la necesidad de la sociedad de marcarte, tipificarte, incluirte en una lista y acordar un símbolo para que todos entendamos que esa persona está "ocupada": no se puede intentar nada con los que portan ese anillo, esa es la señal. Me molesta también la inseguridad de las personas que quieren ponerle un anillo al compañero como manera de esposarlo, ponerle un grillete, una marca de propiedad, como si eso disuadiera a la gente de hacerse la linda, como si no fuera un cliché eso del hombre sacándose el anillo y dejándolo caer subrepticiamente en el bolsillo del saco, o como si nadie engañara a nadie o sedujera a nadie con un anillo en el dedo, por favor. También está la no menos cierta razón de que me quedan muy feas y que no me combinan con el anillo que llevo históricamente en el dedo del medio de esa mano, demasiado bohemio como para juntarse con el de al lado, representante de la sentencia que reza "La familia es la base del Estado". De manera increíblemente contradictoria [no solo me casé, lo cual conlleva de por sí todo un tema, sino que] me gusta la idea de elegir algo que nos guste a los dos y llevarlo como un símbolo de unión, de compromiso entre nosotros, más allá de los demás. 
A favor de usar alianza también está el que cuando digo que soy casada me miran la mano vacía y ponen cara de "paabre".

miércoles, 22 de mayo de 2013

Las miserias cotidianas


Tengo una gran amiga que necesita convencerse de que hace las cosas bien a través del convencimiento de los otros. Es decir, si cree que debe plantearle al novio una situación determinada, vamos a juntarnos a tomar un café y me va a dar argumentos que serían excesivos hasta para un discurso ante la ONU, y es en ese proceso –y en la observación disimulada de la reacción que genera– que va a convencerse de hacer o decir lo que tiene en mente. Cuando uno la escucha da la impresión de ser una persona muy segura de sí y de sus opiniones, con tanto argumento, tanta cosa pensada y analizada a favor, en contra, en paralelo, para arriba, para abajo… Es más: da la sensación de que no es mucho lo que uno puede aportar y que más bien mi rol vendría a ser el de concentrarme en la función de oreja en posición de escucha. Supongo que sería lo mismo que hable frente al espejo –cosa que, sospecho, debe hacer a repetición–, pero creo que en cambio me convoca porque necesita espectadores y yo, cuando me pongo en modo piloto automático, hago de público muy bien.
Resulta bastante irritante también, porque mi amiga pertenece a la clase de personas que necesita demostrar que siempre tiene las mejores ideas, el mejor novio, el mejor trabajo, que toma las mejores decisiones, largo etc., y, mutatis mutandi, para que todo cuadre en el puzzle que arma de su vida, necesita ir resignificando las cosas para que se adapten a las nuevas configuraciones que se van sucediendo. Ej.: el novio que antes era genial, cuando pasa a ex y cambia de status tiene que generar necesariamente una serie de resignificaciones para evitar caer en la contradicción, siendo que asumir que algo no salió como previsto o que una decisión tomada no fue la mejor no son opciones viables en el universo de mi amiga.
Supongo que en el fondo debe ser muy insegura, y también que algo de su apariencia de seguridad me pega en algún lugar que me duele como, por ejemplo, en mis propias inseguridades, porque si no, no se explica por qué no puedo simplemente adoptar una actitud condescendiente hacia ella, en vez de irritarme con cada nuevo episodio como si fuera la primera vez.

jueves, 16 de mayo de 2013

Animarse

Tengo la tendencia a evadirme -en general, satisfactoriamente- de las situaciones que de alguna manera me incomodan, me ponen nerviosa, me asustan, me dan vergüenza, me exigen más de lo que quiero dar, implican hacer un esfuerzo más allá de lo que estoy dispuesta, etc. El problema es que muchas veces para llegar a un resultado deseado necesito atravesar esta clase de situaciones. Habitualmente se trata de desafíos que no me atrevo a enfrentar ya sea por vergüenza, por miedo, por no sentirme a la altura de las circunstancias o simplemente por vagancia, pero suelo resignificar el conjunto (la situación y mi elección) de tal manera que me habiliten a escapar a mis anchas, pero sin tener que avergonzarme de ello; es decir que trato lo más que puedo de ocultar mi cobardía. Este mecanismo de resignificar las cosas lo aplico también a veces para no escuchar las opiniones de los demás, siempre tan dados a sobrevalorarme (y yo a destruirme, con esa autocrítica feroz que desarrollé para compensar...) Ejemplo: alguna persona me avisa que salió en el diario una búsqueda laboral que se acerca a mi perfil; yo, por alguna razón, considero que está fuera de mis ligas. Entonces en vez de decir "Mirá, la verdad que te agradezco, pero no me animo a presentarme" y escuchar la perorata que le sigue ("Pero cómo, si vos sos tan inteligente, tan blabla, y hay tanta gente que con la mitad se anima, porque es todo una cuestión de saber venderse" y largo blablah) voy a decir más bien algo así como: "Uh, mil gracias, pero la verdad que en este momento estoy bien donde estoy, estoy tranqui, no quiero hacer esa movida porque blah" y termino dándole al otro una razón más o menos convincente para que no me insista. Claro que más triste es cuando la trampa me la hago a mí misma, porque ahí podríamos decir que no existe necesidad de andarse engañando, ¿no? Pero se ve que sí, que existe esa necesidad, porque de hecho prefiero hacerme la resignificación y todos contentos.
Todo esto para decir que ahora me surgió el participar en un taller que me representa un desafío del que no puedo escaparme porque realmente deseo hacerlo. 
Ergo, no me queda más remedio que enfrentarlo.

miércoles, 15 de mayo de 2013

El uso del tiempo

Esos días como esta mañana, en los que voy caminando apurada a tomar el colectivo para no llegar tarde a la oficina, quisiera tener tiempo para andar lento, con las manos en los bolsillos, pateando alguna piedrita, escuchándola rodar, errática, por las veredas rotas de mi barrio. Y esas noches como la de anoche, cuando llueve fuerte, quisiera no tener la preocupación de si al otro día amainará o no, que tengo que ir a trabajar y pasar el día con las botamangas del pantalón mojadas es horrible. O cuando tengo un problema que me angustia, como el del año pasado, o como el de aquella otra vez, hace tanto, quisiera poder olvidarme de todo lo demás y dedicarme a sanar o a resolver, o a acompañar, según haga falta. Quisiera poder administrar mi tiempo, todo mi tiempo, no solamente esas horas que quedan afuera del contrato laboral; organizar mi mundo guardando un espacio para las emociones, intercalando trabajo en los espacios disponibles y no al revés, insuflando vida en los espacios libres, esos pocos que quedan al final del día, un poco gastados, desteñidos por el cansancio y la rutina que se le acumularon encima.
Sé que algunos piensan que el trabajo organiza la vida. Yo no sé. Yo creo que la vida se va organizando sola; lo que sí creo es que cuando se trabaja fuera de la casa, en una oficina que lo retiene a uno enjaulado durante tantas horas, todos los días, lo que hay es una mayor conciencia del tiempo, una conciencia más integral de lo precioso del tiempo y de la vida en general, que uno siente evaporar con cada mirada al reloj, sucesiva carrera en círculos que nos conduce, día a día, hacia esa paradoja macabra que nos hace alegrar de haber llegado ya al nuevo fin de semana y, acto seguido, espantarnos frente a la evidencia de haber gastado cinco nuevos días que se van a apilar al fondo, al cúmulo de los días pasados.
A pesar de todo esto, no es que la vida intra-semana no se disfrute, por suerte siguen pasando cosas de todo tipo. Lo que hay, en mi caso, es la sensación de un infra-disfrute.

martes, 14 de mayo de 2013

Parada en el lugar equivocado

¿Puede ser posible que un asiento más a la izquierda de aquel frente al cual estoy pacientemente parada hace al menos tres cuartos de hora haya tenido una rotación de cuatro personas en 15 minutos, mientras que en los dos asientos cuya entrada tapono con mi ser y mis bolsas no hubo -en tres veces ese tiempo- ni un miserable atisbo de movimiento? Maldito colectivo, quiere convertir mis venas en raíces.
A veces soy una con el universo y le emboco: me paro en el lugar adecuado y un apretón de timbre después estoy felizmente sentada. Otras veces como hoy, observo atónita cómo las tres personas que tuvieron el buen tino de pararse consecutivamente en el mismo lugar se van sentando sucesivamente, cada una a su turno, siendo que cada nuevo ocupante no permanece en el asiento por más de cinco minutos. 
Muchas veces mi radar falla por azar y otro poco por obstinación: primer error, elegir mal dónde posicionarme; segundo error, hacer la martingala con los asientos, trasladar el método de la timba al colectivo. No funciona así, no se trata de una lógica regida por probabilidades; el sistema de vaciamiento de asientos responde a lógicas mucho más misteriosas para mí. 

lunes, 13 de mayo de 2013

Los días de dieta

Vengo de toda una semana ajustando el cinturón, tratando de conformarme los mediodías con las miserables sopitas, las galletas de arroz que te hacen crash en el cerebro, preparando cenas livianas a la noche para no tentarme, y, básicamente, evitando a cada momento tirar por la borda todo el esfuerzo realizado (que no fue tanto, pero soy dramática).  
Es mucho más difícil hacer dieta sin fumar, Dios, no recordaba cuánto. Pero vengo bastante invicta, aún si tenemos en cuenta el fin de semana, cosa que, considerando mi prontuario, ya es mucho (por poner un ejemplo, solo en los dos días del fin de semana anterior había hecho: pizzas caseras, muffins de frutilla con yogur, pancitos saborizados de queso, y no me acuerdo qué más, lo debo haber bloqueado).
Así venía transitando este lunes, auto-felicitándome por la perseverancia, manteniendo la moral alta, sintiéndome muy orgullosa de mí, largo etcétera, cuando de pronto cae una compañera de la oficina con facturas. Bueno, no pasa nada, hay que hacer como los caballos y así hago: avanzo sin siquiera permitirme oler la tentación del diablo, me sirvo un té y sigo como si nada. Vuelvo a mi oficinita, me siento nuevamente frente a la computadora, me concentro. Una hora después veo dirigirse hacia mí a otro compañero de la oficina con un plato, servilleta, tenedor y porción de maxi-torta en mano, golosa, obscena porción gigantesca de torta compuesta de: base de bizcochuelo de chocolate, capa de dulce de leche, capa de bizcochuelo, capa de mousse de chocolate, capa de bizcochuelo otra vez, mousse de chocolate, cobertura de gelatina con frutillas. 
De esto puedo deducir dos cosas: 1) tengo un cerebro altamente entrenado para escanear alimentos a gran velocidad; 2) esto es un complot.

PD: Sigo invicta, redirigí ese fenomenal pedazo de torta hacia otro escritorio. 

viernes, 10 de mayo de 2013

Errar me estresa

Cometer un error en mi trabajo es algo muy delicado. No es que sea cirujana ni nada, pero, como le pasará a mucha gente, lidio con algunas responsabilidades que envuelven dinero, tiempo y relaciones públicas, tres elementos claves que pueden verse afectados en distintas proporciones según la gravedad del error. Afortunadamente, no sucede muy a menudo que algo salga mal o por lo menos tan mal como para que sea grave de verdad -grave como para que me echen, digo-, pero sí es cierto que cada tanto la pifio y algo no sale como debería. Ese momento de horror comienza con un instante que se suspende en el tiempo y se prolonga durante lo que sea que le lleve a mi cerebro procesar, entender, recordar, ubicarse, hacerse una idea lo más aproximada posible de la mala noticia que alguien -cliente, jefes, etc.- me esté dando, lo que efectivamente pasó y las hipótesis de por qué pudo haber sucedido. Mientras que mi cerebro primero se petrifica y luego comienza a tirar todas las señales que conoce para pánico, estoy procesando información a lo loco. Paralelamente, mi corazón se acelera, la voz no me sale tan fuerte como quisiera y, según testigos, mi rostro adopta la expresión de la vaca que va al matadero. Todo el proceso es horrible. Hoy fue uno de esos días y la joda empezó bien temprano. Por suerte, a medida que fueron corriendo las horas las cosas se fueron calmando; no hay grandes daños, ritmo cardíaco va volviendo lentamente a la normalidad. Fffffhhhss... Decí que es viernes. 

jueves, 9 de mayo de 2013

El carácter de IC

IC tiene un humor muy estable, supongo que como el de la mayoría de los hombres. Tiene un carácter muy lindo, realmente: es alegre, optimista, tranquilo, positivo, qué se yo, tiene un buen carácter (a diferencia mía, por supuesto, que suelo ser bastante más inestable y endemoniada). Él suele vivir de buen humor a menos que algo muy específico lo moleste, cosa que sucede raramente; la breve lista de motivos podría incluir, por ejemplo: trámites burocráticos que no llegan a buen puerto; algún que otro problema en el trabajo; alguna actitud mía que se pase demasiado de la raya (ocasionalmente)... No sé qué más, no se me ocurre. A esta brevísima lista de motivos dignos se le agregó un nueva razón: desde que falleció su papá, hace poco más de dos años, hay dos fechas que lo entristecen indefectible y razonablemente: la fecha en que su papá cumpliría años y la fecha del aniversario de su muerte. 
Hoy, Don C. cumpliría creo que 80, así que es uno de esos raros días en los que por mi casa no sale el sol.    

miércoles, 8 de mayo de 2013

Días de sopa

Habitualmente voy a comprar mi almuerzo "a los chinos", una rotisería vegetariana que hay cerca de la oficina y que resulta muy interesante por varias razones: la comida es sana, hay bastante variedad, es barata, me queda cerca, etc. Desde que descubrí este lugar, cosa que constituyó todo un hallazgo, mis almuerzos de los últimos dos años se resolvieron con final feliz. Eso hasta que la semana pasada una compañera encontró una cucaracha en su bandeja, mezclada entre el arroz y no sé qué verdura. Ahí se terminó mi idilio con la comida oriental y tuve que buscar alternativas. Revisando mis opciones, volver a la comida de panadería se tacha de la lista, no porque no me guste (podría vivir comiendo hidratos de carbono), sino porque no va muy en la línea de bajar esos kilos que subí cuando dejé de fumar. Pizzas y empanadas: descartado por la misma razón, a la que se suma el aburrimiento a la semana. Las opciones más elaboradas como ir a la verdulería y comprar para armar ensalada me dan fiaca, otras como encargar vianditas light, se me van de presupuesto y además superan mi capacidad organizativa, etc. así que decidí, por lo menos para zafar durante esta semana, cambiar almuerzo por desayuno y arreglar el mediodía con esas sopitas instantáneas acompañadas con galletas de arroz. De paso, tiene los positivos efectos colaterales de: 1) incorporar nutrientes a la mañana (cosa que jamás hago, no importa cuánto me insistan en que el desayuno es la comida más importante del día), y 2) obligarme a ingerir menos calorías en, por lo menos, una de las dos comidas diarias. Como la cena es más difícil de negociar (IC se pone firme con el morfi), el almuerzo es una buena opción. Sé que no voy a resistir más de una semana, pero mientras tanto... sopa y cartón prensado. 

martes, 7 de mayo de 2013

Unidas por el espanto

El día que me hice la histerosalpingografía, "salpingo" para los amigos, estábamos a un día de nochebuena y yo no estaba preparada ni emocional ni físicamente para el dolor al que me estaba entregando voluntariamente. IC me acompañó sin tener, él tampoco, mucha idea de qué era lo que iba a pasar. 
La imagen que se me viene a la mente cuando recuerdo esa media hora dentro del consultorio tiene más que ver con el potro que con una práctica médica: te sujetan el cuello del útero con unas pinzas y con unas mangueritas te llenan la cavidad de un líquido que hace contraste, mientras te toman imágenes del interior con una máquina que está suspendida del techo a la altura del centro de tu cuerpo. La idea es ver si las Trompas de Falopio son permeables; incluso sirve para destapar pequeñas obstrucciones, por lo que a veces lo indican a modo terapéutico. Como soy alérgica a la xilocaína me lo tuve que aguantar a pelo; supongo que será un poco paliativo si te la aplican, pero no creo que cambie mucho la cosa. 
El estudio duró en total unos treinta minutos de los cuales diez resultaron insoportables y fue el dolor más visceral, más central, más profundo que sentí en mi vida. En todo momento las tres personas que estaban ahí adentro hicieron lo posible por aliviar mi dolor y mi miedo: me daban la mano, me trataban dulcemente, me daban ánimos; a tal punto fueron sensibles que cuando todo terminó y el dolor cedió y pude relajarme estaba tan emocionada que no pude agradecerles como corresponde. 
Me acuerdo que salí con las piernas temblorosas y los ojos húmedos; debo haber tenido una cara de espanto importante también, porque IC saltó del asiento de la sala de espera para venir a abrazarme. Creo que ese día entendió que todo esto iba en serio, que la búsqueda era búsqueda y no un tiro al azar a ver qué pasa. Creo, asimismo, que me ayudó a  a entenderlo a mí también.
Ayer le hicieron este estudio a una gran amiga mía a la que quiero mucho y tengo lejos, y estuve ansiosa todo el día. Por suerte, como en mi caso, salió todo bien. 

lunes, 6 de mayo de 2013

Cuando los amigos se dan

Tengo dos grandes amigos que de pronto decidieron saltar la barrera de la distancia física y llevar su confianza al siguiente nivel, por decirlo de alguna manera. Se dieron, sería el equivalente en versión chabacana. Estos dos amigos son personas a las que quiero mucho y a las que veo muy compatibles. Por otro lado, conozco y aprecio mucho a sus respectivas parejas. 
Es una situación muy extraña para personas tan anticuadas como yo, que creemos románticamente en construcciones sociales con las que intelectualmente disentimos. 

viernes, 3 de mayo de 2013

La vida está en otra parte


Ese título tan sugestivo de una de las novelas más famosas de Milan Kundera siempre me generó la imagen mental de una persona buscando, en distintos lugares y situaciones, una felicidad que se iría desplazando permanente y acompasadamente, configurando entre buscador y buscado una coreografía dinámica tan frustrante como complementaria, el gordo y el flaco de los misterios de la vida, cara y cruz de una moneda que no se encuentra a sí misma.
Solía encontrar en ese incansable buscador imaginario el rostro delgado de mi padre, poseído de un frenético ir y venir (de países, de ciudades, de trabajos, de casas). Durante muchos años me causaron asombro y admiración sus testarudos intentos por encontrar esa felicidad en barra, concebida como un bloque sin fisuras que se suponía debía encontrarse en algún lugar que nunca era el presente y sus circunstancias, como si realmente hubiera un tesoro al final del arco iris que había que ir a buscar. Lo encontraría mudándose, cambiando de trabajo, emprendiendo un curso, probando hobbys, planeando un nuevo viaje, una nueva beca, un nuevo artículo, embriagándose con proyectos que remitían a un futuro en el que seguro se estaría escondiendo, esquiva, escurridiza, provocadora, esa felicidad impalpable, culpable con sus habituales desaires de toda su angustia y malhumor. 
Luego crecí, hice terapia, comprendí lo de la insatisfacción permanente, supe qué era una depresión, vi las aristas de inconveniencia que ese movimiento perpetuo escondía entre los pliegos de su frenesí, y entendí que mejor abandonaba ese camino serpenteante que me conduciría a castillos a lunares con coronas de algodón y empecé a dibujar en el aire humildes chozas de barro, mucho más concretas, mucho más accesibles, mucho más mías. 
Y, sin embargo, por más vigilancia que ejerza, por más alerta que esté, por más decidida que me crea a mantenerme a ras del suelo, volando bajito, ciertos días de fatiga grande me distraigo y me sorprendo a mí misma creyendo de nuevo, convencida, que la vida está en otra parte.

jueves, 2 de mayo de 2013

El aislamiento social

A veces me aíslo y no sé ni por qué lo hago. No me dan ganas de ver a nadie, de hablar con nadie, solo siento deseos de salir de la oficina y volver a mi casa a perderme en mis hilos. A veces le digo a alguien: "Sí, dale, paso en la semana y nos ponemos al día", y por circunstancias del correr de los días no voy. Empiezo: "Hoy no tengo ganas paso mañana". "Bueno, mañana no puedo, será pasado". "Mejor paso el lunes, así aprovecho y paso a comprar x cosa por x lado que me queda cerca", y así. Después empieza a pasar el tiempo y ya me da vergüenza retomar contacto, entonces empiezo a procrastinar deliberadamente. Cada vez se hace más difícil volver a vincularme, la culpa que me da la situación renueva el círculo vicioso, y ahí es donde las cosas se ponen peligrosas, porque con algunos amigos especiales se puede jugar a las escondidas y con otros no.
Ayer fui a ver una amiga que venía posponiendo hace exactamente tres meses. TRES. Una barbaridad.