martes, 30 de abril de 2013

Lo saturado

¿Es normal que te den turno para dentro de 2 MESES, en una especialidad a la que tenés que recurrir, por lo menos, una vez al año? Ni hablemos de quienes tienen que recurrir al hospital público, cuyo nivel de saturación es ampliamente conocido... Digo simplemente una persona como yo, que tiene una obra social bastante bien, no "Ooooh, qué obra social, mirá como le abren las puertas cuando pasás", pero bien, que se yo, normal. 
O bien el sistema está sobrepasado al extremo o bien en todos lados llevan agendas diferenciadas en función de las obras sociales/prepagas a las que pertenece el paciente (cliente). Esta opción es la más probable, supongo. 

lunes, 29 de abril de 2013

Cut the bullshit



No es sano para mí volver a pasar por otro ataque de ansiedad como el que viví ese fin de semana, es perentorio que tome cartas en el asunto para manejarlo de otra manera. 
Está bastante claro para mí, a esta altura de los acontecimientos, que no puedo darme el lujo de esperar otros 2 años y medio (!) para ver si por azar vuelvo a quedar embarazada (con mejores resultados que la otra vez, espero) (Ruego sería un término más adecuado).
Basta del auto-engaño de que “siento que esto va a pasar de forma natural y quiero esperar un poco más", en vez de hacer lo que realmente debería estar haciendo, que es volver a consultar profesionales y hacerme cargo de las cosas, y no hacerme la boluda y tirarle el fardo al destino, que, por otra parte, no puede decirse precisamente que se esté matando por complacerme... 
Pero eso no es lo único. Además de tratar de sacar un turno con el médico de la otra vez*, tengo que bajar un cambio, re-centrarme en un eje que parezco haber perdido; volver a ubicar las cosas en el lugar que les corresponde, calmarme un poco, no hacer de esto una tragedia. Si yo, por las razones que fuera, pasé tantos años de mi vida posponiendo el tema de la maternidad –cuando no negándolo, directamente– ahora no me puede venir a agarrar este ataque de histeria. Es simple, que las cosas no dependen 100% de mi voluntad es una premisa razonable, que debería haber tomado en consideración. 
Calavera no chilla.


* Con “el médico de la otra vez” me refiero al que me hizo el raspaje el año pasado, cuando perdí un embarazo de 8 semanas; ese mismo que me dijo “si no volvés a quedar embarazada en los próximos seis meses volvé a verme”.   

viernes, 26 de abril de 2013

Buenos Aires


Con estos días de abril tan atípicos llegué a la conclusión de que Buenos Aires, para mí, es calor y verano, Avenida de Mayo y gente en los cafés; helados; señoras paseando el perro de noche; vida, música, color; fiesta y carnaval; excusas para encontrarse, quedarse abajo prolongando un poco más de lo habitual el momento de subir a cenar; ritmo, bombos, cacerolas, pancartas; subte pegajoso; cervezas heladas, transpiradas, musculosa y balcón.
En invierno, en cambio, no la reconozco. Puede ser que la encuentre en un tango y su nostalgia, en la Boca una mañana de neblina, en la luz azulada, en el rostro ajado de algún trabajador vencido, abandonado a sus pensamientos en la última mesa de un bar, en el silencio y las caras serias, en los árboles pelados que rodean Plaza Francia y sus balconadas europeas que me confunden. 
Puede ser que la encuentre en alguna esquina o en el vendedor de garrapiñada que me tienta con su perfume a caramelo, pero más bien suelo perderla y perderme también. 

jueves, 25 de abril de 2013

La crisis de ansiedad

No sé qué fue lo que me pasó ese fin de semana, no sé si califica para crisis de ansiedad o qué. Ni idea de rótulos, simplemente puedo decir que viví unas 72 horas bastante chotas y monotemáticas, durante las cuales mi trending topic fue: “¿Estaré embarazada o no?” y sus múltiples argumentos a favor y en contra (por ejemplo: “En contra: me bajó la temperatura corporal. A favor: tengo un retraso de tres días”), y sus múltiples consecuencias por la positiva y por la negativa, con picos de estrés que se agudizaban con cada ida al baño.
No se puede vivir así, es una locura. Todos los meses lo mismo: uno, dos, tres días de duda existencial y de nuevo la decepción, o el intento por ni pensar en eso y seguir para adelante como si nada, para tratar de minimizar el impacto emocional que me provoca cada menstruación.
Para peor, todo este acontecer emocional que se me desarrolla adentro, en algún lugar impreciso entre el corazón y el cerebro, lo padezco envuelta en el máximo silencio, porque me resulta IMPOSIBLE la idea de compartirlo con IC. ¿Qué tiene de malo admitir que sufro por el mismo tema que viene ocupando y preocupando al conjunto de la humanidad desde su primera camada? Ni idea. Nada, supongo. Es más, si viniera alguna amiga y me contara lo que le pasa le diría “pero no seas boluda, compartilo con él, que la carga se aliviana cuando uno habla de las ansiedades y además la decisión es de los dos y blablablah”, pero la realidad es que me resulta imposible hacer un berrinche público por un negativo en un Evatest. No lo resisto. Simulo que no me importa, que entiendo, que la próxima será, que al final tampoco es que la vida se me va en eso… 
Después la frustración se abre camino bajo múltiples máscaras: malhumor, tristeza, irritabilidad... you name it. A mi me rebota y a vos te explota. Bah, a mí también me explota.

miércoles, 24 de abril de 2013

La variación del interés



Conseguí un ejemplar de Los autonautas de la cosmovía, de Julio Cortázar, en una librería de usados por la calle Lavalle. Ni bien salí del tétrico y polvoriento local con el tesoro recién adquirido bien apretado entre las manos, me sentí hecha una bola de felicidad, una bola ansiosa por subir al colectivo y conseguir un asiento que me permitiera comenzar a recorrer, sin más demoras, curiosa y espiona, esas páginas plagadas de anécdotas, fotos, mapas, dibujos y demás rarezas (sobre todo considerando que se trata de un libro de los '80 impreso a un solo modesto color sobre papel obra).
Nunca me había atraído ese libro hasta ahora. Tampoco lo tenía muy presente, en realidad: sabía que Cortázar había hecho un viaje “París-Algún lado” en una especie de casa rodante y también que lo había documentado en un libro, pero justamente el que se tratara de una obra de non-fiction no me resultaba particularmente atractivo.
Eso hasta que vi ese documental en el canal Encuentro sobre su vida, donde uno pasa por la inenarrable experiencia de ver en “directo” (extemporáneo) al gigante Cortázar hablando, descontracturado, desde el living de su departamento parisino, arrastrando un poco la R, tirándote una porteñada aquí y allá, riendo cómplice, y contando -entre tantas otras cosas- ese viaje descabellado que resultó en libro, ese recorrido surrealista de principio a fin que implicó andar durante un mes sin salirse ni un día de la autopista, con su última mujer como única compañía y con la intención de sacar algún buen escrito de todo eso. El aditivo de que esta haya sido la última gran aventura que compartiera aquella singular pareja le agregó un poco más de picante a la cosa y el combo hizo que necesitara leerlo. Cuestión que en eso estoy, disfrutando algunas páginas más que otras (hay que tener en cuenta que el libro fue escrito entre los dos -Carol Dunlop y J. Cortázar- y si bien no firman los capítulos puede reconocerse la diferencia de estilo de ambos con cierta facilidad), enfrascada en la lectura de ese recorrido metafísico que otros hicieron y que a mí me transporta.
Para quién desee leerlo on-line, se encuentra con bastante facilidad en pdf en la web; yo, por el contrario, para muchas cosas sigo perteneciendo a la vieja guardia, la del papel encuadernado, del libro-objeto, de las hojas amarillentas y el olor a polvo de biblioteca. 

martes, 23 de abril de 2013

La muerte de una idea



A veces lo culpo. Secreta e íntimamente me permito pensar, por unos segundos, que si estuviera con otro tipo esto no me estaría pasando; que si me hubiera quedado con mi novio anterior ya sería madre hace muchos años; que tal vez ese era mi destino y que me equivoqué; que lo forcé, lo torcí, la cagué. Es un pensamiento rápido como un rayo que cruza mi mente en centésimas, milésimas de segundos; una sensación articulada que apenas si llega a corporizarse en su vuelo rasante; una idea alada que se lanza, suicida, desde la altura del balero y sobrevive lo que puede hasta llegar al corazón. Ahí se desarticula, se desarma, derrapa, se desvanece como un cubito de hielo en la arena del medio del desierto.

lunes, 22 de abril de 2013

Tiene nombre



“Se llama frustración; esa sensación desagradable que estás sintiendo en este momento es F R U S T R A C I Ó N. Enfrentálo”, me dije a mí misma frente a la heladera, mientras seleccionaba abstraída las letras-imán con las que escribiría el sentimiento bajo la caparazón de una palabra: la F roja y grande, la R amarilla y chata, la U en verde con trazo doble…
Medio patético como sentimiento, la frustración. Suena a resentido, a mediocre, pero lo cierto es que negarlo no lo va a hacer desaparecer, ni se va a volver noble por omisión. 
Sin saber bien a qué atribuirle la nube negra que había tenido estacionada sobre la cabeza todo ese domingo, me pregunté malhumorada: “¿A ver mi reina, qué es eso que estamos tratando de caretearnos con tanto ahínco?”. Y ahí se me reveló: la maldita frustración de desear algo hace mucho tiempo y no lograrlo. Saberlo así, de manera consciente, no es que me cambió el humor ni nada, pero se supone que subí un peldaño en la escalera del autoconocimiento (?)

viernes, 19 de abril de 2013

Elegí los aros



Mi abuela insistía en exhibir un par de aros y un anillo entre sus manos abiertas y no cedió hasta obligarme a elegir alguna de las dos cosas, a pesar de mi negativa. Elegí los aros. Son dos argollas de oro, pequeñas pero algo gruesas, con el volumen justo como para ser labradas con múltiples líneas que se cruzan entre sí formando diminutos, casi imperceptibles rombos que ya no sé si veo o siento al pasarles el dedo índice lentamente, con nostalgia y cariño. Me recuerdan la mesa oval del living, la misma que tienen ahora y que veo a unos metros de mí, pero en la otra casa, la de la calle S., y no plegada como ahora sino extendida, grande, generosa, como para recibir a la familia numerosa que solíamos ser y que ya no somos. Recuerdo a la abuela en una de sus cabeceras, del lado del balcón que daba a la parte de atrás del departamento, volcado hacia el jardín comunitario tan selvático e inexplorado; sería hacia fines del verano, porque la ilumina el reflejo de un sol cálido y dorado que no molesta, abriéndose paso a través de las rendijas de las celosías entornadas. La abuela habla, animando la sobremesa con alguna de sus historias, y yo la escucho atentamente pero me pierdo, de tan compenetrada que estoy observándola embelesada: se veía tan linda con su corte de pelo nuevo, con el flequillo hacia un costado, la tintura un poco más clara que de costumbre, la melena corta, tan inusual en ella el pelo así de lacio, las puntas vueltas hacia adentro por acción y repetición del cepillo redondo y del brushing. Tiene los ojos chiquitos y oscuros pero vivaces, y el infaltable delineado negro les da el empujón que necesitan para sobresalir; también tiene unos dientes grandes y hermosos como perlas, simétricos y homogéneos, la envidia –aún hoy– de los dentistas. En el meñique de una de las manos llevaba su característico solitario, el de la piedra azul; en la otra mano no me acuerdo, pero sí que todavía fumaba y que blandía el cigarrillo al compás del relato. Yo la escuchaba hablar y la admiraba. Moría por ser como ella, bella como la veía, con sus aros de argollas doradas que yo era demasiado chica para usar y que ahora que puedo, no quiero aceptar. 

jueves, 18 de abril de 2013

De las dos cosas...



Tengo una suerte particular para mi edad: cuento con dos abuelos vivos en mi haber. Tuve tres hasta hace poco, cuando falleció mi abuela paterna S. contando 92 primaveras. Mi abuelo J., por el contrario, no tuvo la fortuna de pertenecer al club de los longevos y falleció cuando yo tenía unos 4 ó 5 años. De hecho, fue al que le tocó la poco grata –e involuntaria– tarea de introducirme en el tema de la muerte y su vínculo inextricable con la vida, y supongo que, por extensión, el responsable de unas cuantas crisis de llanto nocturno aparentemente injustificadas. La cuestión es que 32 años después del abuelo sigo tan  invicta en el tema “grandes pérdidas” como entonces, ya que hasta el presente solo fallecieron, de mi entorno más o menos cercano: este abuelo que hace tanto que ya ni me acuerdo, dos tíos abuelos, una tía abuela, una abuela posta  y un suegro, con ninguno de los cuales tuve grandes vínculos afectivos. Por todo lo antedicho, no puede decirse que yo haya pasado por el trauma de la muerte de alguien querido. Lo más parecido que sentí a una pérdida de esa naturaleza fue soñar que -ponele- mi abuelo, mi novio del momento, alguna amiga, que se yo, alguien querido se moría. Se ve que esas pesadillas me causaron una impresión tal que todavía me acuerdo de la mayoría de ellas y de todo el show que las sucedía: despertarme entre lágrimas / sensación de angustia profunda y confusa / alivio enorme al descubrir que todo había pasado en la otra dimensión de la vida: la del sueño y su extraño entramado.
Como sea; mis abuelos, que acusan 85 años ella y 93 él, deben estar sintiendo la proximidad de su partida. O deben estar sacando cuentas, porque con esos números no pensar en la propia partida sería de negadores. Sea como fuere, deben sospecharla, pensarla, temerla, sentirla; tal vez olerla y rajarla un rato más, engañarla, venderle pescado podrido, mostrarle el documento con el año de nacimiento adulterado (especialidad de mi abuela, que ya sea por coquetería o para conseguir trabajo, es capaz de estafar al Registro Civil sin cavilar). No sé, pero cuando pasé el otro día a tomar unos mates después de la oficina, mi abuela agarró un alhajerito y me dio a elegir entre un anillo y unos aros: alguna de las dos cosas iba a ser para mí y la otra para mi hermana. 
Me niego a agarrar ninguna de esas cosas que me ofrece, porque siento que es un poco aceptar su muerte, y yo estoy tan acostumbrada a saber que están que no me imagino la vida sin ellos.  

miércoles, 17 de abril de 2013

La cara de F.


Imagino la cara de F. cuando coronemos su negra cabellera con la vinchita de las porongas saltarinas y pienso, de pronto, que la supervivencia de rituales tan fuera de época como las despedidas de solteras solo pueden entenderse a través de imágenes así de ridículamente graciosas. Solo por ellas y la alegría que despiertan puede explicarse que en 2013 estemos organizándole una despedida de “soltera” a una persona que decide casarse después de unos cuantos años de convivencia con el “novio” (ya esa misma palabra le queda minúscula), con quien tienen en común, además de una deliciosa hija de casi un año, dos gatas, varios viajes, una mudanza, la vida misma. Para no hablar de “las chicas” (todas mayores de 35) tratando de hacer de cuenta que algo va a cambiar, que algo desconocido y nuevo se va a desatar por sumarle un contrato de índole legal al moral ya suscrito hace tiempo, dispuestas a reírnos histéricamente con el cotillón en forma de vergas y tetas, olvidando por un rato lo en desacuerdo que ideológicamente me encuentro con ese rito de pasaje con el que tanto me voy a divertir.

martes, 16 de abril de 2013

El atracón



Ayer me di un atracón. Es algo que me sorprende cuando me pasa, porque durante muchos años fue solo un recuerdo. De adolescente tuve mis buenos años de gorda compulsiva, así que no es precisamente una novedad; no digo obesa, pero sí gorda en una familia donde la aversión por la redondez rozaba los límites de lo patológico. Al término del secundario, con la época hormonalmente más alocada a mis espaldas, adelgacé bastante, y a partir de ahí me mantuve en un ciclo dinámico que podía variar tres kilos para arriba o para abajo, pero no mucho más. 
Lo que no mejoré nunca fue el control de la ansiedad. Durante muchos años la canalicé a través del cigarrillo; de ahí también que pudiera mantenerme en peso sin esfuerzo. Cuando agarré el pucho me convertí en una fumadora tan compulsiva como antes había sido gorda: como mínimo fumaba un atado diario. Si era época de finales, de peleas con algún novio, etc. la cifra podía duplicarse. Tremendo. 
El tiempo pasó, la tos se hizo crónica, los dedos se fueron poniendo amarillos, la culpa cada vez mayor... decidí dejar de fumar. Y lo hice. De un día para el otro y a pesar de mis estrepitosos fracasos en los intentos anteriores. Lo hicimos, mejor dicho, porque el apoyo de I.C. y su decisión de abandonarlo conmigo fueron decisivos. 
Y así fue como juntos también engordamos: yo, algo más de diez kilos en seis meses; él, perdimos la cuenta. Viejos fantasmas reaparecieron después de 16 años. Los atracones, por ejemplo, aunque muy ocasionales. También me había olvidado de cuánto me costaba hacer dieta, porque durante todos estos años de fumadora mi relación con la comida no había sido conflictiva.
Todo esto para explicar por qué me sigue sorprendiendo cuando días como ayer llego a mi casa muerta de hambre y ansiedad y en 15 minutos arraso con todo, como una langosta famélica que atraca la cocina, en su versión heladera y alacena. Porque no se trata de disfrutar de lo que se ingiere, sino de una ecuación medio extraña que vincula cantidad y tiempo en una forma perversa pero económicamente eficiente: mayor cantidad de alimentos posible en menor tiempo posible. Algo así como Homero Simpson en el tenedor libre del que lo tienen que sacar entre cuatro mientras se queja, lastimoso: “Pero el aviso decía ‘todo lo que usted pueda comeeer’”. 
Y me sorprendí porque no entiendo bien qué placer le encuentro a ese ritual improvisado de comer parada y apurada, en la cocina, muchas cosas que no tienen mayor coherencia entre sí ni con la hora. Incluso me molestó la garganta al comer dos tostadas de esas de paquete, que de tan secas se atascan a mitad de camino. Creo que ahí fue, con el raspón en la gola, que tomé conciencia de la situación, del atracón y de mí, parada y ansiosa en la cocina. Ciertamente, cuando la comida por más rica que sea ya no se disfruta, cuando asoma la molestia, el no goce, o cuando el goce está mezclado con ese dejo de incomodad, hay algo raro. 
Sumida en esa clase de reflexiones estaba cuando cerré el Casancrem, guardé las tostadas, el Tupper con jamón, lo que fuera que hubiera abierto sobre la mesada, dispuesto a ser comido, y me puse a lavar los platos acumulados. Busqué algo que me distrajera la mente y las manos, para que mi estómago, mi cerebro y mi ansiedad me dejaran en paz. Y funcionó. 

lunes, 15 de abril de 2013

De todos mis defectos, este es el peor



Qué fea que es la envidia. La verdad, de todos los defectos que tengo, creo que ese es el peor.
El otro día fui al curso de costura y la profe –que es divina y me cae genial, o sea que no hay animosidad previa– nos contó que está embarazada de tres meses y medio. ¿Qué le pasa a una persona normal con tremenda noticia? Se alegra, se emociona, le da ternura, a algunas compañeras les salió darle un beso, otras preguntaron por nombres de nena, de varón, preferencias de sexo, etc. ¿Qué hace una persona envidiosa como yo? Esgrime una sonrisa tímida, balbucea algo así como “Ayyy… felicitaciones…” y automáticamente pasa a concentrarse en ese dolor, entre moral y físico, que se le ancla en el estómago: la angustia por envidia.
Se siente feo; hago mea culpa penitente. Acto seguido, intento reprimir ese sentimiento que no solamente me da culpa y me hace sentir mal, sino que además siento que es de los peores, señal de una vileza espantosa, como un defecto de cuarta. No hay caso: mi mente y mi cuerpo no me obedecen, no puedo dejar de sentir lo que siento. Horrible al cuadrado, así que me hundo en un silencio raro, mezcla de vergüenza y egoísmo, y me deprimo un poco más el día, que ya venía flojito de ánimo. 
Porque dentro de los defectos hay como una especie de escalafón: no es lo mismo decir, por ejemplo, “soy orgullosa” que “soy envidiosa”. Ser orgulloso es un defecto que se esgrime casi como bandera, como una característica de personalidad que hasta puede tener connotaciones positivas; algo así como la expresión de un amor propio tal vez exagerado, pero buah, está bien visto ser “un poco” orgulloso. Y se nota, porque el que se hace cargo lo reconoce con un dejo de soberbia, como quien dice “soy un tipo duro” o “mirá que firmes convicciones que tengo”. No sé, parece que no está tan mal. Ahora bien, no es lo mismo decir: “Sí, qué tal, soy envidiosa”. Ahí quedás aislada socialmente, cero empatía, ninguna mano amiga, nada. 
Nadie reconoce la propia envidia por esto del escalafón de los defectos, que genera un ranking de los mejores y peores, una lista que no se enumera pero que tácitamente compartimos todos. Si tu entorno llega a saber o a notar que sufrís envidia (horror al cubo), automáticamente pasas a ser objeto de oprobio social: la envidia es interpretada como señal de la fea y miserable persona que sos y ya por eso se te mira, como mínimo, con desconfianza.
Uno sabe positivamente que NO PUEDE SER que nadie más sufra envidia, pero es obvio que así como hago yo, que trato de pilotearla y de que no se note tanto, hacemos todos: nos ponemos la careta y hacemos de cuenta que somos más lo que nos gustaría ser que lo que realmente somos, abonando así la hipocresía entre los hombres con tal de conservar nuestra pobre vida social.
En mi caso, por lo general, el origen de la envidia suele tener base en: a) algo que deseo y que no tengo, o b) algo que tengo pero que quiero mantener como exclusivo (ni idea por qué, pero suele no gustarme compartir cartel). En este caso particular, el hecho de haber pasado los últimos tres años de mi vida buscando un niño que parece no tener ganas de ser encontrado y el haber perdido un embarazo el año pasado, son factores que seguramente atizaron el fuego de la envidia que me quemó esa tarde. 
Si fuera prudente y cerrara el relato acá, probablemente minimizaría el impacto negativo de todo lo anterior que conté. Más todavía, si agrego que una vez pasado ese breve shock inicial y la mini-crisis egoísta y el dolor absurdo de saber que otro va a tener lo que yo deseo tan profundamente –como si eso me afectara de alguna manera, qué me pasa??–, pude alegrarme por esa persona y su felicidad. Pero la triste verdad es que ese defecto del que tanto me avergüenzo se activa también en otras circunstancias y que no siempre tengo razones de peso que lo justifiquen. Es más, creo que esa es la situación que ocurre la mayoría de las veces. Así que... supongo que vuelvo donde estaba ubicada antes del desvío de la auto-conmiseración.