lunes, 30 de marzo de 2015

El sueño

Primero soñé que tenía otra hija. Era muy chiquitita, arrugada, rojiza y calma, y yo escrutaba impaciente cada milímetro de su cara de recién nacida para ver si se parecía a Emilia. Recuerdo pensar que era demasiado pronto para decir, y también que me sorprendía de cuánto comía. Recuerdo el gesto de apretarme el pecho izquierdo para que saliera leche por primera vez, y volver a ver ese puntito blanco, néctar de vida, emerger desde el fondo de mi ser a través del centro del pezón. Y luego las cosas se pusieron confusas y soñé lo que siempre rogué no soñar nunca: soñé que Emilia estaba en la cama donde la vi por última vez y que yo estaba sobre ella, cubriéndola por completo con mi cuerpo y mi calor. Yo charlaba tranquilamente con mi familia, como si hiciera rato que estuviéramos así, como si fuera normal. Y de pronto sucedía el milagro: ella apretaba sus párpados cerrados. Revivía. Resucitaba. Volvía a mi plano, estaba conmigo.
Aun en el sueño yo comprendía que había algo que no cerraba, y me preguntaba dónde había tenido su cuerpito todo este tiempo, de quién era entonces el cuerpo en el pequeño ataúd que yo misma, con mi marido, alcé en Chacarita. Igual, no importaba: de haber tenido tiempo mi mente hubiera inventado una justificación que le cuadre. Pero no, no lo hubo.
Y luego la horrible decepción de despertar.

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