Cuando era chiquita moría por tener zapatos de charol. Mis padres me los tenían estrictamente prohibidos, porque consideraban que el charol era "cache", lo mismo que dejar a las nenas salir con las uñas pintadas o con zapatos de taco. Yo, por el contrario, opinaba que todo eso era hermoso y hubiera sido feliz si me hubieran permitido hacer uso de las tres libertades en simultáneo. Yo era tan femenina que no aguantaba las ganas de crecer para poder usar corpiño y salir pintada. Solía pedirle a mi mamá que me prestara su camisón largo rojo, sus tacos, y que me dejara maquillar con sus cosméticos; andaba así disfrazada toda la tarde imaginando diálogos, poniéndome uñas postizas, mirando dibujitos, tomando el café con leche, siendo niña jugando a la señora.
Es increíble cuánto cambió en mí esa imagen de "mujer" y del mundo femenino en general, ¡qué difícil reconocerme en esa nena coqueta! No es tampoco que ando hecha un desastre ni nada, pero los años pasaron, fui a la facultad, viajé, vi, escuché, conversé y leí cosas que cambiaron mi percepción respecto de casi todo, principalmente respecto de lo cultural. Y ya no pude volver a desear tan inocente y compulsivamente pintarme y ser sensual, porque entendí un poco más las razones que movían esos hilos, y desenmascarar de manera tan cerebral el juego del deseo me resultó sorprendente, pero en un sentido medio negativo.
A veces extraño esas ganas locas de ser grande que tenía de chica.
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