miércoles, 26 de junio de 2013

La casa cuando no estoy

Ayer me sentí mal y no fui a trabajar. En realidad todo empezó el domingo a la noche: antes de meterme en la ducha me pareció que estaba inaugurando un incipiente dolor de garganta, pero no le di importancia porque pensé que estaba somatizando la depresión del domingo, que estaba reeditando ese pánico infantil que te empuja a buscar razones desesperadas para faltar al otro día, no sé. El lunes cuando me levanté me sentí muy cansada y el dolor de garganta persistía agudizado, pero después de haber tenido dos feriados pegados al fin de semana, o sea, después de cuatro hermosos días de holgazanear libremente no me pareció adecuado no ir a la oficina, así que me esforcé y fui. Fue un día bastante desagradable: tuve mucho frío, ganas de meterme en la cama, enorme cansancio y la garganta roja, por lo que ni bien fui libre nuevamente corrí a la cama a tirarme a leer. Ayer me levanté para ir a trabajar, pero ni bien puse un pie en el suelo me di cuenta de que no tenía que salir: cero fiebre, casi nulo dolor de garganta, pero un cansancio tan fenomenal que de solo pensar en la hora de colectivo que me aguardaba para llegar a la oficina me entraron ganas de llorar; así que hice todos los llamados, mensajes y mails que tenía que hacer, arreglé todo como para no ir al trabajo y volví a mi cama para comprobar, con enorme alegría, que todavía estaba calentita. Previamente había tomado la precaución, no solo de prepararme un té de vainilla y de agarrar el control remoto, sino también de traer un banquito de madera que secundara mi insuficiente mesita de luz. Sobre él apilé mi lista de pendientes, como si un día fuera a alcanzarme para todos ellos: Principiantes, de Raymond Carver;  Rabia, de Sergio Bizzio; La pesquiza, de Juan José Saer, y Baila, baila, baila, de Haruki Murakami. Por supuesto que siempre supe que me tenía que dar por contenta si llegaba a avanzar con los cuentos de Carver, pero verlos todos ahí apilados me llenaba de esa felicidad indescriptible que surge de la asociación de tener un buen plan y un hermoso día libre por delante. Así que así hice, me dediqué por completo a leer, mirar algo de tele, dormitar, prepararme unos mates, leer de nuevo, y así por las horas de las horas hasta que cayó la noche y con ella llegó IC y su amoroso cuidado.
La cuestión es que tuve la oportunidad de pispear cómo es mi casa cuando no estoy. Fui una invitada indiscreta a la vida cotidiana de mi hogar en la cotidianidad de los lunes a viernes, ese enorme hueco en que queda sola de la mañana a la noche, con su luz, sus movimientos, su silencio... Porque tuve la oportunidad de darme cuenta de que mi casa, un martes, no tiene la misma fisionomía que un día del fin de semana, ni siquiera es igual a sí misma ese mismo martes pero por la noche. La casa en la semana es infinitamente más silenciosa y también, no sé por qué, se ve más luminosa. El edificio está quieto: la mayoría de sus habitantes está en el trabajo o en la escuela, quedan solo algunas mujeres amas de casa y algunas empleadas domésticas, que trabajan en silencio. No hay música ni niños corriendo en el patio, no hay gritos, ni mascotas siendo llevadas a pasear por sus dueños, tampoco hay autos que enciendan sus motores continuamente en el garaje; el ascensor apenas si se mueve... El tiempo pasa distinto en la casa durante la semana: se estira, se hace más lento, disfrutable, alargado y apacible. La luz va variando en intensidad hasta que se pierde allá enfrente, a lo lejos, entre esos dos edificios cuya silueta queda marcada en contraluz. Y de pronto llegan las cinco de la tarde, las seis, y ya la vida comienza a hacerse más bulliciosa, el ascensor más solicitado, se escuchan las voces de los chicos que vuelven del colegio, algún vecino que se cruza con otro se saluda calurosamente en el palier, y entonces ahí mi casa empieza a ser más mía en el sentido de que vuelve a ser mía en el modo en que yo la conozco, y ya no siento que estoy en un tiempo y espacio irreales, que no me pertenecen del todo, como si pasara un día de prestado, sino que ya estoy de vuelta en mi casa, esa que descansa todo el día para recibirme cálida a mi regreso. Es raro, pero sentí como si hubiera espiado un poco su intimidad, como si hubiera sido testigo por un día de cómo es su vida sin mí.

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