martes, 2 de julio de 2013

No saber su nombre

Tenía el pelo entrecano, largo por los hombros, prolijamente peinado con una vincha que le despejaba el rostro cubierto de arrugas; sus ojos azules se posaron sobre los míos: "¿Me podés cruzar?", preguntó muy seria, un poco avergonzada, supongo. "Sí, ¡claro!", fue la respuesta que no se hizo esperar. No solo la ayudé a cruzar esa calle que la atemorizaba por no tener semáforo, sino que la acompañé un poco más y cruzamos la avenida. "Tengo ataques de pánico -me confesó enseguida-, estoy medicada". Imposible no entablar una mini-conversación con esa anciana adorable que se atrevía a salir por primera vez justo ese día: tenía turno con el dentista y no puede permitirse tomar taxi para todos lados. "Además hace bien caminar", acoto yo, y ella repite pensativa: "Sí, hace bien caminar". Es muy independiente y no quiere quedarse encerrada; además sabe que hay gente peor que ella que directamente no puede salir a la calle. "Claro que hay gente peor, es muy feo tener pánico pero es cuestión de paciencia, ya se le va a pasar, y cuanto más garra le ponga a la salida cotidiana, con ese carácter admirable, con esa voluntad, seguro que va a lograrlo, tiene que tener paciencia". Me despide con un beso fuerte en la mejilla, un beso lleno de gratitud y una mirada pícara en los labios que termina danzándole en los ojos.
No haberle preguntado su nombre es un detalle que me atormenta.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario