El ocaso de los ídolos, cuando atañe a los padres, se va
dando, por lo que pude ver, de manera bastante natural con el paso del tiempo. Algunos
obtuvimos el empujoncito de varios años de terapia, otros llegan sin ayuda,
pero la cuestión es que todos, más tarde o más temprano, terminamos por subir
la escalera que nos lleva al panteón de las esfinges y, raudamente, las bajamos
del pedestal para reubicarlas (por fin) en planta baja, ahí donde se las puede mirar
sin tener que forzar la nuca.
Ciertos padres, o, mejor dicho, ciertas imágenes de nuestros padres, llegan más dañadas, mutiladas
y corroídas que otras; eso dependerá de la experiencia individual, pero los que
tuvimos la suerte de tener padres “mássomeno normales” no necesitamos un
proceso tan lapidario y nos conformamos con mirarlos bajo una nueva luz: la de los
simples mortales. Ya con lograr desautorizarlos y quitarles el peso de “la
verdad”, creo que la mayoría nos disponemos a recorrer ese espiralado camino
que nos conduce hacia la adultez con bastante –sino alegría, por lo menos– calma. Mucho más allá de eso, en los confines de ese proceso, se halla el
doloroso momento en el que la balanza se inclina demasiado para el lado de
enfrente y somos inexorablemente catapultados hacia el otro lado del espejo; pero para eso falta y no lo quiero ni pensar.
Ahora bien, cuando a todo este recorrido personal se
suman, además, los problemas de salud de los padres, las cosas se complican y se mezclan, y
ya nada parece ni tan sencillo ni tan determinado. Y cuando la salud que está
en juego no es la que ataca el hígado sino la que roza lo mental, la cosa se
complejiza todavía un nivel más arriba, y los tabúes y las ambigüedades ocupan
un lugar indeterminado cuya simple existencia, por menor que sea, da vergüenza
admitir.
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