jueves, 29 de agosto de 2013

Los padres y las cosas

El ocaso de los ídolos, cuando atañe a los padres, se va dando, por lo que pude ver, de manera bastante natural con el paso del tiempo. Algunos obtuvimos el empujoncito de varios años de terapia, otros llegan sin ayuda, pero la cuestión es que todos, más tarde o más temprano, terminamos por subir la escalera que nos lleva al panteón de las esfinges y, raudamente, las bajamos del pedestal para reubicarlas (por fin) en planta baja, ahí donde se las puede mirar sin tener que forzar la nuca.
Ciertos padres, o, mejor dicho, ciertas imágenes de nuestros padres, llegan más dañadas, mutiladas y corroídas que otras; eso dependerá de la experiencia individual, pero los que tuvimos la suerte de tener padres “mássomeno normales” no necesitamos un proceso tan lapidario y nos conformamos con mirarlos bajo una nueva luz: la de los simples mortales. Ya con lograr desautorizarlos y quitarles el peso de “la verdad”, creo que la mayoría nos disponemos a recorrer ese espiralado camino que nos conduce hacia la adultez con bastante –sino alegría, por lo menos– calma. Mucho más allá de eso, en los confines de ese proceso, se halla el doloroso momento en el que la balanza se inclina demasiado para el lado de enfrente y somos inexorablemente catapultados hacia el otro lado del espejo; pero para eso falta y no lo quiero ni pensar.

Ahora bien, cuando a todo este recorrido personal se suman, además, los problemas de salud de los padres, las cosas se complican y se mezclan, y ya nada parece ni tan sencillo ni tan determinado. Y cuando la salud que está en juego no es la que ataca el hígado sino la que roza lo mental, la cosa se complejiza todavía un nivel más arriba, y los tabúes y las ambigüedades ocupan un lugar indeterminado cuya simple existencia, por menor que sea, da vergüenza admitir. 

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