martes, 3 de diciembre de 2013

La tormenta

Todas las mañanas antes de venir a trabajar me clavo un incesante zapping entre los canales de noticias para encontrar al tipito que me dice la temperatura y el pronóstico. Siempre, o casi, termino acordándome de él, de su mamá, de su abuela y compañía, en ese u otro orden, dado que le pifian más que yo con la corazonada de la ICSI positiva. No puedo explicar de manera razonable por qué sigo haciendo caso del estúpido pronóstico; supongo que soy de esas personas que nunca pierden las esperanzas, o que soy lo suficientemente "control freak" para querer anticiparme a todo, o que no me gusta andar incómoda por la vida, ya sea con calor, frío o mojada. Como sea, ayer, por supuesto, no fue la excepción. El señor del clima me dijo, mirándome a los ojos, que no me preocupara, que iba a haber un sol radiante, que a los chicos que no tengo tenía que vestirlos con shorts y a la lona, y que no lleve paraguas porque no iba a llover hasta la noche. Y yo, como es de esperar, salí sin paraguas.
Para cuando me subí al colectivo a la salida del trabajo, estaba todo completamente encapotado. Que era inminente que se iba a caer el cielo pasó de simple hipótesis a realidad contundente con las ráfagas tipo zonda que, unos minutos después, nos hicieron sacudir en más de una esquina. Una violenta cortina de agua nos impedía mirar por la ventanilla tanto como nos obligaba a respirar el aire viciado y húmedo del interior del colectivo, que, para colmo, venía atiborrado. Cada tanto subía algún transeúnte empapado que nos iba anticipando la que se nos venía cuando bajemos. Horror. Ahogada, pegajosa, empecé mi habitual rosario de puteadas contra el gordito de un canal, el gil del otro, la chiquita de la minifalda de un tercero, el ex chico de programas de música de un canal más arriba, y así.
Pero, ¡oh, sorpresa! Unos 35 minutos después, cuando bajé del colectivo, no solo ya no llovía, sino que además había un arco iris enorme recortándose entre las nubes todavía cargadas. Los sentidos metafóricos y las analogías que se pueden hacer con esta anécdota climatológica son tantos que no los voy a enumerar, pero se entiende que la moraleja es tan pero tan optimista que me la quiero tatuar.
Hay que mantenerse positivo y esperar lo mejor. Siempre.


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