lunes, 16 de diciembre de 2013

Leer en público

La anécdota con el rojo venía más bien a explicar por qué tampoco me gustaba demasiado el tema de las miradas sobre mí. Durante mucho tiempo siempre fui "la nueva", la que se paraba al frente de la clase y tenía que decir cómo se llamaba, de dónde venía y esperar que le asignen un banco. Al principio lo sufría una barbaridad. Con el correr del tiempo lo fui naturalizando, y como de ahí a la sobre-adaptación hay dos pasos, a lo último ya nadie se daba cuenta de lo mal que la pasaba. Ni siquiera mis padres: es el día de hoy que mi mamá sostiene que yo siempre fui de adaptarme requete bien.
La herencia de todo esto es que de más grande desarrollé un temor medio irracional a las situaciones que exigían "estar frente a", léase clases grupales en la facultad, hablar en público, contar una anécdota delante de gente desconocida, rendir un final oral, qué se yo, cosas aisladas que tuve que ir superando a costa de un gran esfuerzo de actuación. Y si empecé este texto diciendo que no me "gustaba", así, en pasado, el tema de las miradas sobre mí, es porque creo que a fuerza de tanto actuar, el personaje se comió a la actriz.
Buah, tampoco la pavada, pero hice mis notables progresos. El sábado pasado participé de la muestra de fin de año del taller literario; tenía que leer un monólogo con micrófono frente a bastante gente desconocida, en el marco de una muestra colectiva de los trabajos del taller. Creí que me iba a quedar sin voz o que me iba a temblar tanto que iba a ser un papelón. Que mis manos iban a parecer mariposas atadas a una hoja A4 tratando de escapar. No sé, que me iba a doler el estómago o que iba a transpirar frío. Pero nada de eso sucedió y puedo decir, no sin sorpresa, que hasta un poquito lo disfruté. Actué y la pasé bien. Lo cual, en términos biográficos supone también la superación de una etapa no muy feliz en mi desempeño social, cosa que me llena de orgullo, por el simple hecho de haberme animado.

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