Una, dos, tres, cuatro conchillas componían mi hilera de
caracolas de mar. Una a una las iba disponiendo
despacito sobre el borde marrón, lustroso, del sillón de cuero. El rastro de
arena entre ellas testimoniaba mis movimientos indecisos, que buscaban, para
cada una, la mejor ubicación posible: simétrica, equidistante. Por debajo de mis
piernas sentía subir el frío de las baldosas, pero arrodillada a esa altura la
“obra” me quedaba perfecta. Cada tanto miraba de reojo, disimulada, al señor
gordo, muy serio, que estaba sentado al lado, en la punta derecha del sillón. Todo
el despliegue de arena y conchillas le estaba dirigido, como una ofrenda. Era
el anzuelo que se me ocurrió tenderle para cautivar su interés: deseaba locamente que me
mirara y me dijera lo que me decían todos los grandes, que qué bonita nena. Así
que me hacía la linda, acomodando las conchillas blancas que había juntado por la
mañana, sin perder las esperanzas de que funcionara mi seducción de criatura de
bucles castaños y nariz respingada. Pero no, no funcionó. Finalmente el señor
gordo me miró, pero fue con disgusto y desinterés, y con el dorso de la mano
barrió de una vez con todas mis conchillas y su rastro de arena.
De ese instante
suspendido en la memoria recuerdo especialmente la sorpresa, el estupor. También
la angustia, que en seguida se me enroscó en la garganta, el fuego de las
mejillas y las lágrimas haciendo fila para salir. El señor gordo del sillón de cuero fue uno de los primeros en decirme que no, que el mundo no giraba alrededor
mío. Fue en un lobby de un hotel en Atenas, donde pasamos la navidad de no sé
que año, ‘81 pongamos. Y todavía me acuerdo del gesto de desprecio grabado en su rostro.
un hombre que no tenía a su niño interior a flor de piel, no sabe jugar, que pena por el.
ResponderBorrarSi bien el mundo no gira alrededor nuestro, podemos girar nuestra actitud, nuestro sueños, nuestra decisión que esas experiencias nos impidan seguir.