viernes, 12 de julio de 2013

El caracol

El otro día me acordé de que la primera mascota que tuve, a eso de los seis años, fue una caracol que agarré alguna tarde jugando en el jardín de abajo del edificio en el que vivíamos en aquel entonces. Bastante triste como mascota, pero en esa época nos mudábamos con frecuencia y no podíamos afrontar, ni material ni éticamente, la responsabilidad de tener alguno de los animales que componen el marco referencial para "mascota común", así que me conformaba con mi caracol, cuyo nombre -si lo tuvo- no recuerdo. Lo guardaba en una caja de zapatos y le daba lechuga; no sé por qué creía que a un caracol, al igual que a una tortuga, debía gustarle la lechuga. Se ve que no, porque la lechuga se iba poniendo mustia por el calor sin que el bicho la toque, mientras que, por el contrario, lo que iba desapareciendo era el borde de papel pegado sobre la caja, que el caracol iba comiendo de a bocaditos, como si fuera un copetín, con el correr de los días. La caja la guardaba en el balcón, y era lindo levantarme e ir a verlo, todavía descalza y en camisón. Es cierto que no era muy interactivo como mascota: más que arrastrarse babosamente por el dedo que le ofreciera no hacía, pero igualmente venía a llenar esa necesidad de cuidar a otro ser vivo que me había agarrado, y también me permitía observar la vida bajo otra forma, cosa que me llenaba de curiosidad. Un día, el caracol se fue, y a mí, automáticamente, me invadió una mezcla bastante equilibrada de sorpresa y tristeza: no entendía por qué querría irse de mi cajita de cartón, donde tenía el tarrito con agua y las hojas de lechuga. ¿Para qué querría irse? ¿Dónde querría irse? Y, sobre todo, ¿cómo se había ido?, ¿por dónde?, como si un caracol no pudiera irse tranquilamente deslizándose por cualquier pared, hacia arriba o hacia abajo, a sus anchas, dejando una estelita brillante a su paso y algún que otro popó. Las nociones de libertad, hábitat, naturaleza, alimento, colonia de pertenencia, apareamiento, etc. todavía no hacían sentido para mí, así que todos estos interrogantes permanecieron durante un buen tiempo en el plano de los misterios, junto a un montón de otras cosas, algunas de las cuales todavía residen ahí y no van salir.
El punto es que no se me instruyó desde pequeña en el arte de crear lazos afectivos, de responsabilidad y cuidado con otros seres vivos, y tengo la loca teoría de que eso puede tener algo que ver con el grado de aprensión que tengo hoy en día con ciertos compromisos y responsabilidades afectivos, entre los cuales estuvo durante muchos años el gran tema de la maternidad. Sí, claramente hay un gran salto entre el temita de la mascota y el posponer la procreación, pero tengo la intuición de que hay algo en la seriedad y gravedad con la que se tomaba la decisión en mi casa de tener algún ser vivo nuevo (no me refiero solo a animales) que me caló hondo, y que todo eso arrancó ahí, con mi deseo parcialmente satisfecho de tener un ser mío para cuidar, encarnado en un caracol que, para colmo, se escapó.

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