martes, 16 de julio de 2013

Las cosas nuevas

El amor por lo imprevisto es un efecto colateral que arrastro de mi niñez: una infancia signada por el movimiento y el cambio frecuente, dos estados que añoro con frecuencia en estos tiempos más convencionales que me procuré (a conciencia) para la adultez.
Paralelamente al hecho de haberme criado en un contexto flexible, mis padres me enseñaron con el ejemplo a emprender cuanta cosa se me ocurriera desconociendo los límites imaginarios que rigen la vida de "los grandes", tan dados a reducir su vida a lo mucho o poco conocido por el temor al ridículo que los gobierna, o por esa sensación de que "ya pasó el momento", como si la vida viniera compartimentada de antemano y hubiera edades para todo, como suele decir el dicho con algo de verdad y mucho de error.
Así es como me embarco en proyectos tan disímiles entre sí: porque no siento la obligación de hacer cosas que me lleven a ningún lado, o más bien porque la lógica que motiva las cosas que hago no se basa en el cálculo planificado de la inversión a largo plazo, sino en el entusiasmo mucho más efímero de lo imprevisto, que puede prolongarse en el tiempo y convertirse en un gran amor o puede morir en la cuarta clase.
Así es como aprendí a coser a máquina (mal), hice un año de alemán, talleres de caligrafía, de fotografía, de telar, de encuadernación, aprendí crochet, hice cursos de corrección, de edición, de cine y video, de photoshop, de illustrator, de reiki, quise montar una editorial, armar una pyme de cuadernos hechos a mano, irme al bolsón a hacer dulce, armar libros de fotografías para vender free-lance, largo etcétera, y ahora me embarco en un nuevo proyecto que todavía no es más que una fecha, un horario y una dirección, y que ya solo con esas tres cosas me acelera el corazón.
La vida, sin novedad, para mí no es vida.

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