martes, 16 de abril de 2013

El atracón



Ayer me di un atracón. Es algo que me sorprende cuando me pasa, porque durante muchos años fue solo un recuerdo. De adolescente tuve mis buenos años de gorda compulsiva, así que no es precisamente una novedad; no digo obesa, pero sí gorda en una familia donde la aversión por la redondez rozaba los límites de lo patológico. Al término del secundario, con la época hormonalmente más alocada a mis espaldas, adelgacé bastante, y a partir de ahí me mantuve en un ciclo dinámico que podía variar tres kilos para arriba o para abajo, pero no mucho más. 
Lo que no mejoré nunca fue el control de la ansiedad. Durante muchos años la canalicé a través del cigarrillo; de ahí también que pudiera mantenerme en peso sin esfuerzo. Cuando agarré el pucho me convertí en una fumadora tan compulsiva como antes había sido gorda: como mínimo fumaba un atado diario. Si era época de finales, de peleas con algún novio, etc. la cifra podía duplicarse. Tremendo. 
El tiempo pasó, la tos se hizo crónica, los dedos se fueron poniendo amarillos, la culpa cada vez mayor... decidí dejar de fumar. Y lo hice. De un día para el otro y a pesar de mis estrepitosos fracasos en los intentos anteriores. Lo hicimos, mejor dicho, porque el apoyo de I.C. y su decisión de abandonarlo conmigo fueron decisivos. 
Y así fue como juntos también engordamos: yo, algo más de diez kilos en seis meses; él, perdimos la cuenta. Viejos fantasmas reaparecieron después de 16 años. Los atracones, por ejemplo, aunque muy ocasionales. También me había olvidado de cuánto me costaba hacer dieta, porque durante todos estos años de fumadora mi relación con la comida no había sido conflictiva.
Todo esto para explicar por qué me sigue sorprendiendo cuando días como ayer llego a mi casa muerta de hambre y ansiedad y en 15 minutos arraso con todo, como una langosta famélica que atraca la cocina, en su versión heladera y alacena. Porque no se trata de disfrutar de lo que se ingiere, sino de una ecuación medio extraña que vincula cantidad y tiempo en una forma perversa pero económicamente eficiente: mayor cantidad de alimentos posible en menor tiempo posible. Algo así como Homero Simpson en el tenedor libre del que lo tienen que sacar entre cuatro mientras se queja, lastimoso: “Pero el aviso decía ‘todo lo que usted pueda comeeer’”. 
Y me sorprendí porque no entiendo bien qué placer le encuentro a ese ritual improvisado de comer parada y apurada, en la cocina, muchas cosas que no tienen mayor coherencia entre sí ni con la hora. Incluso me molestó la garganta al comer dos tostadas de esas de paquete, que de tan secas se atascan a mitad de camino. Creo que ahí fue, con el raspón en la gola, que tomé conciencia de la situación, del atracón y de mí, parada y ansiosa en la cocina. Ciertamente, cuando la comida por más rica que sea ya no se disfruta, cuando asoma la molestia, el no goce, o cuando el goce está mezclado con ese dejo de incomodad, hay algo raro. 
Sumida en esa clase de reflexiones estaba cuando cerré el Casancrem, guardé las tostadas, el Tupper con jamón, lo que fuera que hubiera abierto sobre la mesada, dispuesto a ser comido, y me puse a lavar los platos acumulados. Busqué algo que me distrajera la mente y las manos, para que mi estómago, mi cerebro y mi ansiedad me dejaran en paz. Y funcionó. 

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