jueves, 18 de abril de 2013

De las dos cosas...



Tengo una suerte particular para mi edad: cuento con dos abuelos vivos en mi haber. Tuve tres hasta hace poco, cuando falleció mi abuela paterna S. contando 92 primaveras. Mi abuelo J., por el contrario, no tuvo la fortuna de pertenecer al club de los longevos y falleció cuando yo tenía unos 4 ó 5 años. De hecho, fue al que le tocó la poco grata –e involuntaria– tarea de introducirme en el tema de la muerte y su vínculo inextricable con la vida, y supongo que, por extensión, el responsable de unas cuantas crisis de llanto nocturno aparentemente injustificadas. La cuestión es que 32 años después del abuelo sigo tan  invicta en el tema “grandes pérdidas” como entonces, ya que hasta el presente solo fallecieron, de mi entorno más o menos cercano: este abuelo que hace tanto que ya ni me acuerdo, dos tíos abuelos, una tía abuela, una abuela posta  y un suegro, con ninguno de los cuales tuve grandes vínculos afectivos. Por todo lo antedicho, no puede decirse que yo haya pasado por el trauma de la muerte de alguien querido. Lo más parecido que sentí a una pérdida de esa naturaleza fue soñar que -ponele- mi abuelo, mi novio del momento, alguna amiga, que se yo, alguien querido se moría. Se ve que esas pesadillas me causaron una impresión tal que todavía me acuerdo de la mayoría de ellas y de todo el show que las sucedía: despertarme entre lágrimas / sensación de angustia profunda y confusa / alivio enorme al descubrir que todo había pasado en la otra dimensión de la vida: la del sueño y su extraño entramado.
Como sea; mis abuelos, que acusan 85 años ella y 93 él, deben estar sintiendo la proximidad de su partida. O deben estar sacando cuentas, porque con esos números no pensar en la propia partida sería de negadores. Sea como fuere, deben sospecharla, pensarla, temerla, sentirla; tal vez olerla y rajarla un rato más, engañarla, venderle pescado podrido, mostrarle el documento con el año de nacimiento adulterado (especialidad de mi abuela, que ya sea por coquetería o para conseguir trabajo, es capaz de estafar al Registro Civil sin cavilar). No sé, pero cuando pasé el otro día a tomar unos mates después de la oficina, mi abuela agarró un alhajerito y me dio a elegir entre un anillo y unos aros: alguna de las dos cosas iba a ser para mí y la otra para mi hermana. 
Me niego a agarrar ninguna de esas cosas que me ofrece, porque siento que es un poco aceptar su muerte, y yo estoy tan acostumbrada a saber que están que no me imagino la vida sin ellos.  

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