Imagino la cara de F. cuando coronemos su negra cabellera
con la vinchita de las porongas saltarinas y pienso, de pronto, que la
supervivencia de rituales tan fuera de época como las despedidas
de solteras solo pueden entenderse a través de imágenes así de ridículamente graciosas. Solo por ellas y la alegría que despiertan puede explicarse que en 2013 estemos organizándole una despedida de “soltera” a
una persona que decide casarse después de unos cuantos años de convivencia con
el “novio” (ya esa misma palabra le queda minúscula), con quien tienen en común, además de una deliciosa hija de casi un
año, dos gatas, varios viajes, una mudanza,
la vida misma. Para no hablar de “las chicas” (todas mayores de 35) tratando de hacer de
cuenta que algo va a cambiar, que algo desconocido y nuevo se va a desatar por
sumarle un contrato de índole legal al moral ya suscrito hace tiempo, dispuestas
a reírnos histéricamente con el cotillón en forma de vergas y tetas, olvidando por un rato lo en desacuerdo que ideológicamente me encuentro con ese rito de pasaje con el que tanto me voy a divertir.
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