Con estos días de abril tan atípicos llegué a la conclusión de que Buenos Aires, para mí, es calor y verano, Avenida de Mayo y
gente en los cafés; helados; señoras paseando el perro de noche; vida, música,
color; fiesta y carnaval; excusas para encontrarse, quedarse abajo prolongando
un poco más de lo habitual el momento de subir a cenar; ritmo, bombos,
cacerolas, pancartas; subte pegajoso; cervezas heladas, transpiradas, musculosa
y balcón.
En invierno, en cambio, no la reconozco. Puede ser que la
encuentre en un tango y su nostalgia, en la Boca una mañana de neblina, en la
luz azulada, en el rostro ajado de algún trabajador vencido, abandonado a
sus pensamientos en la última mesa de un bar, en el silencio y las caras
serias, en los árboles pelados que rodean Plaza Francia y sus balconadas
europeas que me confunden.
Puede ser que la encuentre en alguna esquina o en el vendedor de garrapiñada que me tienta con su perfume a caramelo, pero más bien suelo perderla y perderme también.
Puede ser que la encuentre en alguna esquina o en el vendedor de garrapiñada que me tienta con su perfume a caramelo, pero más bien suelo perderla y perderme también.
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