Mi abuela insistía en exhibir un par de aros y un
anillo entre sus manos abiertas y no cedió hasta obligarme a elegir alguna de las dos cosas, a pesar de mi negativa.
Elegí los aros. Son dos argollas de oro, pequeñas pero algo gruesas, con el volumen
justo como para ser labradas con múltiples líneas que se cruzan entre sí
formando diminutos, casi imperceptibles rombos que ya no sé si veo o siento al
pasarles el dedo índice lentamente, con nostalgia y cariño. Me recuerdan la mesa
oval del living, la misma que tienen ahora y que veo a unos metros de mí, pero
en la otra casa, la de la calle S., y no plegada como ahora sino
extendida, grande, generosa, como para recibir a la familia numerosa que
solíamos ser y que ya no somos. Recuerdo a la abuela en una de sus cabeceras,
del lado del balcón que daba a la parte de atrás del departamento, volcado
hacia el jardín comunitario tan selvático e inexplorado; sería hacia fines del verano, porque la ilumina el reflejo de un sol cálido y dorado que no
molesta, abriéndose paso a través de las rendijas de las celosías entornadas. La
abuela habla, animando la sobremesa con alguna de sus historias, y yo la
escucho atentamente pero me pierdo, de tan compenetrada que estoy observándola embelesada:
se veía tan linda con su corte de pelo nuevo, con el flequillo hacia un
costado, la tintura un poco más clara que de costumbre, la melena corta, tan
inusual en ella el pelo así de lacio, las puntas vueltas hacia adentro por
acción y repetición del cepillo redondo y del brushing. Tiene los ojos chiquitos y oscuros pero vivaces, y el
infaltable delineado negro les da el empujón que necesitan para sobresalir; también tiene unos dientes grandes y hermosos como perlas,
simétricos y homogéneos, la envidia –aún hoy– de los dentistas. En el meñique
de una de las manos llevaba su característico solitario, el de la piedra azul; en
la otra mano no me acuerdo, pero sí que todavía fumaba y que blandía
el cigarrillo al compás del relato. Yo la escuchaba hablar y la admiraba. Moría
por ser como ella, bella como la veía, con sus aros de argollas doradas que yo
era demasiado chica para usar y que ahora que puedo, no quiero aceptar.
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