Pasa que cada tanto se me activa la desesperación, el instinto de huida, el deseo de naturaleza, las ganas de cortar con la rutina de la gran ciudad y la oficina; basta ya de computadora todo el día, sirenas de ambulancias, bocinazos, caras largas, colas y muchedumbre apretada y transpirada. Siento que me ahogo y que quiero campo, verde, sierra, trigo, no sé, algo lejos donde me alcance el aire y las cortinas blancas puedan flamear en silencio.
Me sumerjo en esa postal calma y ensoñada, y enseguida aparece mi superyó, el amargado de la cuadra, que me pregunta, incisivo, de qué pienso vivir en ese paraíso terrenal. Ahí me abatato y pienso que no, que no puedo, que estoy atada a esta gran ciudad por tantas razones que me da fiaca enumerar. Y sin embargo... Entonces tranzo conmigo misma propuestas más flexibles, más aceptables para ese ser un tanto cobarde en que me he convertido con esta década rara cuyo paso estoy apurando, y pienso que en un radio cercano, 70/80/90 km, algo lindo y tranquilo tiene que haber, no puede ser que no. No es posible que haga falta cortar con todo lo conocido y sumarle la distancia y la tonada, el acento diferencial para realmente encontrar esa paz y esa calma que creo estar buscando. Ponele que sí, que existe ese lugar. Me entusiasmo de nuevo, me imagino horneando pan y ya creo de nuevo que puedo tejer esperanzas en forma de trenza, con muchos hilos y muchos colores, hasta que aparece la citadina que habita algún lugar remoto de mi ser y me traba el ovillo: me asegura, me jura y me perjura que cuando esté inmersa en esa calma voy a querer volver.
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