miércoles, 9 de octubre de 2013

El problema de no saber qué hacer

Pasa que cada tanto se me activa la desesperación, el instinto de huida, el deseo de naturaleza, las ganas de cortar con la rutina de la gran ciudad y la oficina; basta ya de computadora todo el día, sirenas de ambulancias, bocinazos, caras largas, colas y muchedumbre apretada y transpirada. Siento que me ahogo y que quiero campo, verde, sierra, trigo, no sé, algo lejos donde me alcance el aire y las cortinas blancas puedan flamear en silencio.
Me sumerjo en esa postal calma y ensoñada, y enseguida aparece mi superyó, el amargado de la cuadra, que me pregunta, incisivo, de qué pienso vivir en ese paraíso terrenal. Ahí me abatato y pienso que no, que no puedo, que estoy atada a esta gran ciudad por tantas razones que me da fiaca enumerar. Y sin embargo... Entonces tranzo conmigo misma propuestas más flexibles, más aceptables para ese ser un tanto cobarde en que me he convertido con esta década rara cuyo paso estoy apurando, y pienso que en un radio cercano, 70/80/90 km, algo lindo y tranquilo tiene que haber, no puede ser que no. No es posible que haga falta cortar con todo lo conocido y sumarle la distancia y la tonada, el acento diferencial para realmente encontrar esa paz y esa calma que creo estar buscando. Ponele que sí, que existe ese lugar. Me entusiasmo de nuevo, me imagino horneando pan y ya creo de nuevo que puedo tejer esperanzas en forma de trenza, con muchos hilos y muchos colores, hasta que aparece la citadina que habita algún lugar remoto de mi ser y me traba el ovillo: me asegura, me jura y me perjura que cuando esté inmersa en esa calma voy a querer volver.

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