Ese título tan sugestivo de una de las novelas más famosas
de Milan Kundera siempre me generó la imagen mental de una persona buscando, en
distintos lugares y situaciones, una felicidad que se iría desplazando
permanente y acompasadamente, configurando entre buscador y buscado una coreografía dinámica tan frustrante como
complementaria, el gordo y el flaco de los misterios de la vida, cara y cruz de
una moneda que no se encuentra a sí misma.
Solía encontrar en ese incansable buscador imaginario el
rostro delgado de mi padre, poseído de un frenético ir y venir (de países, de ciudades,
de trabajos, de casas). Durante muchos años me causaron asombro y admiración
sus testarudos intentos por encontrar esa felicidad en barra, concebida como un bloque sin fisuras que se suponía debía
encontrarse en algún lugar que nunca era el presente y sus circunstancias, como si realmente hubiera un tesoro al final del arco
iris que había que ir a buscar. Lo encontraría mudándose, cambiando de trabajo, emprendiendo un curso,
probando hobbys, planeando un nuevo viaje, una nueva beca, un nuevo artículo,
embriagándose con proyectos que remitían a un futuro en el que seguro se
estaría escondiendo, esquiva, escurridiza, provocadora, esa felicidad impalpable, culpable con sus habituales desaires de
toda su angustia y malhumor.
Luego crecí, hice terapia, comprendí lo de la insatisfacción permanente, supe qué era una depresión, vi las aristas de inconveniencia que ese movimiento perpetuo escondía entre los pliegos de su frenesí, y entendí que mejor abandonaba ese camino serpenteante que me conduciría a castillos a lunares con coronas de algodón y empecé a dibujar en el aire humildes chozas de barro, mucho más concretas, mucho más accesibles, mucho más mías.
Luego crecí, hice terapia, comprendí lo de la insatisfacción permanente, supe qué era una depresión, vi las aristas de inconveniencia que ese movimiento perpetuo escondía entre los pliegos de su frenesí, y entendí que mejor abandonaba ese camino serpenteante que me conduciría a castillos a lunares con coronas de algodón y empecé a dibujar en el aire humildes chozas de barro, mucho más concretas, mucho más accesibles, mucho más mías.
Y, sin embargo, por más vigilancia que ejerza, por más alerta que esté, por más decidida que me crea a mantenerme a ras del suelo, volando bajito, ciertos días de fatiga grande me distraigo y me sorprendo a mí misma creyendo de nuevo, convencida, que la vida está en otra parte.
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