viernes, 10 de mayo de 2013

Errar me estresa

Cometer un error en mi trabajo es algo muy delicado. No es que sea cirujana ni nada, pero, como le pasará a mucha gente, lidio con algunas responsabilidades que envuelven dinero, tiempo y relaciones públicas, tres elementos claves que pueden verse afectados en distintas proporciones según la gravedad del error. Afortunadamente, no sucede muy a menudo que algo salga mal o por lo menos tan mal como para que sea grave de verdad -grave como para que me echen, digo-, pero sí es cierto que cada tanto la pifio y algo no sale como debería. Ese momento de horror comienza con un instante que se suspende en el tiempo y se prolonga durante lo que sea que le lleve a mi cerebro procesar, entender, recordar, ubicarse, hacerse una idea lo más aproximada posible de la mala noticia que alguien -cliente, jefes, etc.- me esté dando, lo que efectivamente pasó y las hipótesis de por qué pudo haber sucedido. Mientras que mi cerebro primero se petrifica y luego comienza a tirar todas las señales que conoce para pánico, estoy procesando información a lo loco. Paralelamente, mi corazón se acelera, la voz no me sale tan fuerte como quisiera y, según testigos, mi rostro adopta la expresión de la vaca que va al matadero. Todo el proceso es horrible. Hoy fue uno de esos días y la joda empezó bien temprano. Por suerte, a medida que fueron corriendo las horas las cosas se fueron calmando; no hay grandes daños, ritmo cardíaco va volviendo lentamente a la normalidad. Fffffhhhss... Decí que es viernes. 

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